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Jon Bon Jovi: “El regreso de Trump resulta aterrador”

Si un chaval de 17 años se lanza a tocar con su banda el tema The Promised Land en un bar de moteros de Nueva Jersey y al escenario salta el propio autor de la canción, Bruce Springsteen, para cantarla a dúo, es indudable que ese chaval ha sido tocado por la varita de la fortuna. A los 62 años, John Francis Bongiovi, conocido universalmente como Jon Bon Jovi, no tiene el menor reparo en admitir que la vida le ha sonreído de un modo al menos tan brillante como su misma sonrisa….

Recibe a EL PAÍS en una habitación del Hotel Corinthia, en el barrio londinense de Whitehall. Se levanta de inmediato a saludar, y la camisa negra imposiblemente ajustada revela el mismo cuerpo atlético con el que el líder de Bon Jovi recorría incansable el escenario durante los espectaculares conciertos de esa legendaria banda. Estos días estrenan documental, Thank You, Goodnight: la historia de Bon Jovi (26 de abril en Disney +), además de un nuevo disco con su grupo, Forever, que se edita el 7 de junio, aunque ya se puede escuchar un adelanto, Legendary.

Compositor, cantante, actor y estrella del rock, el hijo de una segunda generación de inmigrantes a Estados Unidos —padre italiano y eslovaco, militar; madre alemana y rusa, dueña de una floristería— es un experto en el arte de reinventarse y triunfar en cada nueva versión. Pero los últimos años han sido duros. Diagnosticado con una atrofia de las cuerdas vocales, tuvo que pasar por el quirófano, y lleva ya dos años de rehabilitación vocal intensiva. “He tenido que someterme a una cirugía, y todavía estoy en proceso de recuperación, pero puedo cantar sin problemas. Estoy en un momento en el que tengo que alcanzar las condiciones para poder cantar dos horas y media seguidas, durante cuatro noches a la semana. Solo así podré decir que me voy de nuevo de gira”, explica.

Y si no logra alcanzar ese nivel, ¿adiós a Bon Jovi? ¿Tan importantes son los conciertos? “No, no es que la carretera sea lo que más me impulse. De hecho, ha sido siempre la tercera de mis prioridades. Para mí, componer canciones ha sido siempre lo más importante. Hace mucho que me di cuenta de que es lo que más te puede acercar a la inmortalidad, una canción que te sobreviva. Luego, cuando consideras que una canción es lo suficientemente buena, la grabas. Y si, al final, puedes tocarla ante un público y que comparta contigo ese goce, eres un tipo con suerte”, explica Bon Jovi con una voz que no suena quebrada, y que transmite ese tono de optimismo y vitalidad que la banda, y su líder, supieron proyectar durante décadas a varias generaciones. “Yo he sido muy bueno en esto durante años. Pero puedo decirte, con total sinceridad, que ya no lo echaría de menos. La idea de otra habitación de hotel, otro avión, otro sándwich club del servicio de habitaciones… Ya he hecho todo eso. Aunque no me importaría ser capaz de seguir haciéndolo”, admite.

La banda ha vendido, a lo largo de cuatro décadas, 120 millones de discos. Pero resulta mucho más interesante y sorprendente que actualmente tengan más de 30 millones de visitas mensuales en Spotify. “El documental nos va a introducir de nuevo a toda una generación. Ya me ha pasado en otros momentos de mi vida. Runaway [el tema con el que debutó Bon Jovi en 1983] fue la primera fase. Luego nos reinventamos con Keep the Faith [el quinto álbum, 1992], cuando llegó el bum de la música grunge. Lo volvimos a hacer en el 2000 con It´s My Life, cuando la gente pensó que ya éramos mayores. Y en Estados Unidos llegué a tener una canción que fue número uno de la lista de música country [Who Says You Can´t Go Home, un dúo con Jennifer Nettles]. Siempre abrimos nuevos territorios, y sé que va a ocurrir de nuevo con este documental”, afirma. Su seguridad no es ilusoria. Viene de un esfuerzo continuado, y de la intuición de que la buena música puede saltar sin problemas de generación en generación.

“Cuando tú y yo éramos unos chavales, los álbumes eran importantes”, explica al corresponsal, en busca de una complicidad que, para qué negarlo, se había ganado desde el primer minuto. “Pero cualquier persona joven de hoy en día, gracias al streaming, quizá no tenga acceso al arte de aquellas portadas de discos que nosotros disfrutábamos. Pero cuando escucha una canción, la juzga como lo que es, una nueva canción. Para ellos es algo atemporal. Si un chaval de 14 años escucha hoy Livin’ On A Prayer, al comienzo de su viaje musical, en lo que a él respecta es un tema de 2024. No les llega toda la historia de fondo que teníamos nosotros con la aparición de un nuevo álbum”, razona.

En 2013, con más de 80 conciertos por delante de otra exitosa gira mundial, el guitarrista de la banda, Richie Sambora, anunció que no tocaría esa noche en Calgary (Canadá). La excusa era que quería dedicarle tiempo a su hija, pero Jon tuvo claro que el abuso de sustancias adictivas y las tensiones internas se habían cobrado un precio. Sambora no regresó. La banda siguió adelante. El documental, que pretende ser descarnado, airea las luces y sombras de una de las mayores historias de éxito del rock. Los cuatro adolescentes que comenzaron juntos, hablan por separado ante la cámara.

“No tenía ganas de que fuera simplemente una muestra de vanidad, que hiciera perder a mucha gente su tiempo. Si lo vamos a hacer, dije, contemos la verdad. La de cada uno de nosotros”, cuenta Jon. “Puedo no estar de acuerdo con algo en concreto, pero no lo voy a discutir. Cada uno contribuyó a su manera en este viaje que nos ha traído hasta aquí”.

Su viaje lo realizó mano a mano con su amor del instituto, Dorothea Hurley, con la que comparte más de 40 años de matrimonio y cuatro hijos. Los padres de Jon eran trabajadores incansables, pero alejados de la política. Fue Dorothea la que introdujo al cantante, poco a poco, a un mundo de compromiso social, de preocupación por la deriva de su país y de plena consciencia de que tanto éxito exige devolver algo a los demás. Juntos han puesto en marcha la fundación JBJ Soul Kitchen, cuatro restaurantes en los que la mitad de los clientes pagan por el menú o ayudan fregando platos o limpiando el local, para que la otra mitad, personas sin hogar, disfrute de una buena comida caliente. “Hemos marcado la diferencia en la vida de muchas personas. Nosotros no tenemos el mismo sentido de comunidad que imagino tenéis vosotros en España. Si alguien pasa hambre, debe ir a estos sitios llamados Soup Kitchens. No tenemos esas diferentes generaciones familiares que se ayudan entre ellas”, cuenta, mientras se deja llevar por el entusiasmo al describir el proyecto.

Fuente: EL PAÍS

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