En este momento, las infecciones asociadas a la atención de la salud (nosocomiales) son consideradas un problema de salud pública a nivel mundial, siendo cada vez más elevada su incidencia en las instituciones sanitarias. Su aparición es responsable de un aumento de la mortalidad de los pacientes, del consumo de recursos sanitarios y de la disminución tanto en la seguridad como en la calidad del servicio prestado.
El vocablo «nosocomial» procede del griego nosokomien, que significa «hospital». Este término, a su vez, procede de las palabras nosos, «enfermedad» y komeion, «cuidar», esto es, «el lugar donde se cuidan los enfermos». En definitiva, la infección nosocomial sería aquella infección contraída por un paciente ingresado en un hospital o en otro establecimiento sanitario y que estaba recibiendo una atención distinta de esa infección y que, además, no se había manifestado o no estaba en periodo de incubación cuando comenzó la atención.
Las infecciones nosocomiales se producen en todo el mundo y afectan tanto a países desarrollados como a aquellos que se encuentran en vías de desarrollo o subdesarrollados, siendo los más afectados estos últimos, ya que no disponen de las herramientas suficientes para prevenirlas.
Actores implicados en la infección nosocomial
A pesar de que no pueden ser reducidas a cero, es cierto que las infecciones nosocomiales son la causa más prevenible de eventos adversos graves en pacientes hospitalizados. Se estima que solo en Estados Unidos hay 1,7 millones de infecciones nosocomiales anualmente, lo cual provoca 100 000 muertes por esta causa, una cifra que catapulta a las infecciones relacionadas con la asistencia sanitaria dentro de las diez causas más frecuentes de muerte en dicho país.
A la severidad de la dimensión humana hay que añadir otro problema, el económico, ya que se estima que los costes directos de la infección nosocomial son de miles de millones de dólares.
Hay una serie de factores que aparecen en todos los países y que están relacionados de forma directa con la infección nosocomial: el agente microbiano, la vulnerabilidad de los pacientes, los factores ambientales y la resistencia antibiótica.
El agente infeccioso puede ser contraído de otra persona —paciente o personal sanitario—, a partir de la propia flora del paciente, por objetos inanimados o por sustancias contaminadas provenientes de otro foco humano de infección. Los agentes infecciosos responsables de las infecciones nosocomiales pueden ser bacterias, hongos, levaduras, parásitos o virus.
La vulnerabilidad de los pacientes se relaciona directamente con el estado inmune y puede devenir de la existencia de enfermedades subyacentes, intervenciones quirúrgicas, pruebas diagnósticas o tratamientos. De esta forma, los pacientes trasplantados, con cáncer, diabetes, insuficiencia renal, sida y quemaduras se encuentran en alto riesgo de sufrir una infección nosocomial. Además la edad, especialmente en las franjas extremas de la vida, incrementa la susceptibilidad a sufrir este tipo de infecciones.
Los factores ambientales también influyen de forma decisiva en la aparición de las infecciones nosocomiales, ya que no hay que olvidar que hay un elevado número de pacientes ingresados y que tienen algún microorganismo dentro de su cuerpo. Si a esto se suma el hacinamiento de algunas unidades hospitalarias o el traslado de pacientes entre ellas ya tenemos un caldo de cultivo interno, no solo en la transmisión aérea, sino también a través del agua, de la contaminación de objetos, dispositivos o materiales que luego entran en contacto con algunas zonas corporales vulnerables.
Desde hace tiempo hay campañas de sensibilización dirigidas a la población general en relación con la resistencia bacteriana, ya que deja sin alternativas terapéuticas a los profesionales que se enfrentan frente a este tipo de infecciones. Se realizan llamadas de atención tanto a evitar el uso indiscriminado de antibióticos como a acortar o alargar la prescripción farmacéutica.
Perspectiva histórica
La historia de las infecciones nosocomiales es tan antigua como la propia historia del hospital, puesto que existen infecciones hospitalarias desde el preciso momento en el que se agrupan los enfermos para su cuidado.
Las primeras instituciones dedicadas al cuidado de los enfermos se originaron alrededor del siglo V a.e.c. en civilizaciones como la hindú, la egipcia y la griega. En ellas, evidentemente, no existían protocolos de actuación frente a las infecciones y las condiciones higiénicas giraban en torno a conceptos religiosos y espirituales, como eran los rituales de pureza del cuerpo.
Los datos más antiguos sobre la construcción y condiciones de higiene de un hospital están contenidos en el Charaka-samhita, un libro médico escrito en sánscrito hacia el siglo IV a.e.c. En él se detalla la estructura, organización y práctica que debían seguir los hospitales hindúes. Allí se puede leer que su edificación debía ser supervisada por un ingeniero, la construcción tenía que ser espaciosa, con una zona abierta a las corrientes de aire y los pacientes no debían estar expuestos al humo, polvo, sonidos dañinos o estar en contacto o ingerir esencias de ningún tipo. Adicionalmente se recoge que era mandatorio que las personas que las personas dedicadas al cuidado de los pacientes fueran de buenas costumbre y distinguidas por la pureza y limpieza de sus hábitos.
En la cultura judía, la propagación de las enfermedades era prevenida mediante la aplicación inflexible de las leyes del Levítico, que se regían por parámetros estrictos para la higiene general, el aislamiento de los pacientes infectados y la destrucción de los fómites del paciente. En el Talmud, por su parte, existen instrucciones para la prevención de las infecciones transmitidas por el aire y se advierte a los cirujanos que no debían tocar las heridas debido a que las manos eran causan de inflamación.
Con el paso a la Edad Media, se produjo un deterioro importante de la higiene debido principalmente al modo de vida de las tribus bárbaras invasoras y, en parte, al ascenso al poder de la cristiandad, lo cual fue determinante tanto en la estructura como en las prácticas de los hospitales del mundo occidental. En el siglo XIII, Teodoro de Bolonia atacó con saña la corriente médica que defendía el «loable pus» —la aparición del pus—, considerando que era imprescindible para la curación de las heridas. El galeno italiano limpiaba las heridas de sus pacientes y las suturaba para evitar la contaminación por el aire, un trabajo pionero en el área de cirugía que provocó que fuese perseguido y denunciado como hereje.
En el siglo XVI, el cirujano alemán Caspar Stromayr se convirtió en un verdadero experto en la reparación quirúrgica de hernias, defendiendo la importancia del baño de los pacientes y la depilación del área quirúrgica, prácticas no aceptadas o empleadas en aquellos momentos.
Por esa misma época, el médico galo Ambroise Paré (1510-1590) realizaba un tratamiento de las heridas traumáticas basado en el desbridamiento del tejido desvitalizado y el vendaje de las heridas, abandonando el uso rutinario del aceite hirviente y la cauterización mediante el hierro al rojo vivo. El abandono de ese tipo de prácticas le permitió alcanzar una relativamente baja tasa de infección de las heridas.
En cualquier caso, los primeros estudios científicos sobre infecciones nosocomiales se realizaron en la primera mitad del siglo XVIII. Se los debemos a sir John Pringle (1707-1782) que acuñó el término «fiebre hospitalaria» relacionándolo con las condiciones de higiene de los hospitales. Defendió la teoría de que las infecciones en los hospitales se debían a contagio animado y mantuvo que la prevención de la enfermedad era el mejor tratamiento.
El siguiente gran paso se lo debemos James Young Simpson (1811-1870), un galeno inglés que relacionó las cifras de mortalidad por gangrena e infección, tras una amputación, con el tamaño del hospital y su capacidad.
La importancia del lavado de manos
En 1847, una de cada seis mujeres que daban a luz en el Hospital General de Viena fallecía de una extraña enfermedad conocida entonces como fiebre puerperal y que tenía lugar sin prolegómeno alguno poco después del parto. El médico húngaro Ignaz Semmelweis (1818-1865) observó la asociación que existía entre la mortalidad postparto y la fiebre puerperal. Es más, era llamativamente diferente entre las dos salas de obstetricia del Hospital Universitario de Viena. Todavía resultaba más paradójico que la primera, la que tenía las tasas más elevadas, estaba asistida por estudiantes de medicina y la segunda, con tasas más reducidas, por comadronas.
Estos hallazgos provocaron que Semmelweis iniciase un seguimiento de las prácticas habituales en ambas salas, advirtiendo que los estudiantes iniciaban sus clases matutinas examinando cadáveres en la sala de necropsias y, posteriormente, se dirigían a la sala de partos.
A pesar de que en aquellos momentos no se conocían los principios científicos de la transmisión de enfermedades, el galeno húngaro dedujo que existía una relación entre las prácticas de necropsia y la elevada mortalidad en la sala de partos asistida por los estudiantes.
Por este motivo instauró de forma obligatoria entre los estudiantes el lavado de manos con una solución de cloruro cálcico previa a la asistencia de las parturientas. Con esta práctica tan sencilla, al tiempo que inocua, consiguió una reducción de las tasas de mortalidad en las salas de estudiantes, situándolas en niveles similares a la sala asistida por comadronas.
La teoría microbiana de la enfermedad infecciosa
Florence Nightingale (1820-1910), conocida popularmente como «la dama de la lámpara», fue contemporánea de Semmelweis y ha pasado a la historia por su labor sanitaria en la guerra de Crimea, en donde proporcionó cuidados de enfermería a los heridos de las tropas inglesas.
Para ella el entorno del herido era fundamental en la evolución dela enfermedad, ya que podía favorecer la aparición de las infecciones, por este motivo es esencial que sea lo más óptimo posible. Nightingale defendió que las enfermeras tenían la responsabilidad de vigilar de forma continuada al paciente y su entorno, asegurándose que la luz, la higiene y la alimentación fuesen adecuadas. Mediante sus observaciones cambió de forma sustancia las atenciones de enfermería a los pacientes.
En 1867, Joseph Lister (1807-1912) propuso la incorporación de métodos revolucionarios para luchar contra las infecciones de las heridas quirúrgicas, como el uso de fenol como antiséptico para lavar el instrumental, las manos de los cirujanos y las heridas abiertas. Los efectos no se hicieron esperar, procedimientos que antes eran una sentencia de muerte a causa de la infección se convirtieron en cirugías rutinarias y seguras.
En la segunda mitad del siglo XIX nació la teoría microbiana de la enfermedad o teoría germinal de las enfermedades infecciosas, la cual propone que los microorganismos son la causa de una amplia gama de enfermedades. Estos patógenos invaden a un hospedador susceptible, donde crecen y se multiplican pudiendo producir una enfermedad.
A pesar de que esta teoría establece que el patógeno es la principal causa de una enfermedad infecciosa, existen otros factores personales (herencia genética, nutrición, debilidad del sistema inmunológico, ambiente y hábitos higiénicos) que condicionan la severidad y la evolución de la enfermedad.
Esta teoría fue demostrada por Louis Pasteur (1822-1895) reemplazando las concepciones de enfermedad que se tenían hasta aquel momento, como la teoría miasmática o la teoría de los humores. A pesar de que en sus orígenes fue muy controvertida, en este momento la teoría microbiana es uno de los pilares de la medicina moderna, siendo clave para el desarrollo de vacunas, la fabricación de antibióticos, el desarrollo de protocolos de esterilización y la puesta en marcha de medidas preventivas frente a la propagación de enfermedades infecciosas.
Fuente: MUY INTERESANTE