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La epidemia de la soledad de la que nadie habla en Chile: “Mi compañera es la tele”

Nueve personas llegaron a vivir en el piso de Margarita Sanhueza, 73 años, en el municipio de Estación Central, en el poniente de Santiago. Hoy la mujer es la única que habita la propiedad de su madre, a quien cuidó hasta su muerte, cuatro años atrás. De sus tres hermanos solo sobrevive uno, que la llamó por última vez hace dos meses. Ella no lo telefonea porque él, que reside en el sur de Chile, siempre contesta con prisa. La jubilada, alegre y dulce, dice una fría mañana otoñal que tiene familiares que “viven cerca, pero lejos del corazón”. Tiene cuatro hijos, tres hombres y una mujer –la más atenta–, y seis nietos. Son más de comunicarse por el móvil que de visitarla. Tenía dos amigas en el bloque, pero una falleció el año pasado así que ahora solo cuenta con su tocaya, la Margó. Esta le tiene prometido que cuando sean más mayores se tiene que ir a vivir con ella y su esposo. “De repente digo voy a salir… pero ¿a dónde voy?”, se pregunta. Su centro social hoy día es el consultorio.

En Chile, el 19% dice no tener un amigo cercano, según la reciente Encuesta Bicentenario de la Universidad Católica de 2023. En Estados Unidos es un 8%. Los que más solos se declaran son los jóvenes de entre 18 y 24 años (22%) y los mayores de 55 (20%). En general, las mujeres tienden a sentirse más aisladas que los hombres. “Las mujeres pobres no tienen amigas”, dice el sociólogo Eduardo Valenzuela, investigador a cargo del capítulo de cohesión social de la encuesta. “Es ahí donde está la proporción más alta de personas sin amistades. Eso carga mucho la mano hacia la mujer”, añade. El académico califica los resultados de “preocupantes”, pero acorde a las señales que se vienen registrando hace un tiempo. Apunta que Chile tiene una particularidad. “Se supone que un país en la medida que se educa mejor, mejora sus ingresos per cápita y sus condiciones de vida, debería mejorar también en convivencia, confianza, lealtad a las instituciones. Eso, sin embargo, no sucedió”.

A Sanhueza su madre le solía decir que la vejez era muy triste. Lo decía a pesar de vivir con ella y recibir visitas constantemente. Una de ellas era María, del Hogar de Cristo, una fundación dedicada a las personas gravemente vulneradas en sus derechos, que tiene un programa de atención domiciliaria para los adultos mayores. Cuando falleció la madre de Margarita, María continuó con sus visitas hasta el día de hoy. “Ahora le encuentro toda la razón a mi madre. Es triste la vejez, pero trato de no caer en ese hoyo, aunque sé que va a llegar un momento en que uno no lo puede controlar”, reconoce la mujer que trabajó de cajera, vendedora y empleada doméstica.

Hoy Sanhueza tiene diabetes, la presión alta y ciática lumbar, así que las fuerzas no le alcanzan ni para limpiar el amplio piso que, reconoce, le queda grande. ¿Cómo es su rutina? “Me levanto, me pongo la insulina, doy vueltas por el departamento, hago lo que tengo que hacer, preparo el almuerzo…”. Se queda en silencio. Por las tardes teje y a las 18.00 horas se mete a la cama por el frío. “Mi compañera es la tele, la tengo todo el día prendida. Escucho, por lo menos, gente que habla”, añade.

El 68% de los chilenos no participa en ninguna asociación, grupo organizado o club activamente. Casi uno de cada cinco afirma que no se puede confiar en la mayoría de la gente y más de la mitad está en desacuerdo con que vive una sociedad que va a proteger sus derechos y atender a sus necesidades cuando sea necesario. “Nuestra tasa de asociatividad ha sido siempre baja”, señala Valenzuela. “Es varias veces menor que la que uno encuentra en países OCDE. La calidad de nuestra relación con los vecinos también. No es que los indicadores de cohesión social hayan bajado tanto, sino que no han subido como uno hubiese esperado”, remarca.

Los países europeos hablan de una epidemia de la soledad con datos menos alarmantes que los de Chile. “Es cierto que tienen una población envejecida, pero sus datos son mejores y aquí nadie habla del asunto. Nosotros tenemos la falsa imagen como países latinos de ser extremadamente sociables y bien asentados en la familia, donde uno no esperaría que hubiera mucha soledad y, sin embargo, la hay”, asegura Valenzuela.

Rodrigo Figueroa, profesor de sociología en la Universidad de Chile y estudioso del tema del aislamiento social, afirma que desde hace un par de años se viene hablando de la soledad como la enfermedad del siglo XXI y que es el gran desafío de la sanidad pública. Sobre el hecho de que los jóvenes sean los que se sienten más solos, sostiene que es una paradoja al tratarse de los que están más conectados a las redes sociales y que abre la pregunta a cómo están tejiendo sus vínculos en la primera etapa universitaria y laboral.

“Los espacios sociales han ido disminuyendo”, apunta Figueroa. “En las universidades, paradojalmente la masividad atenta contra la creación de comunidades. En sociología pasamos de tener 40 ingresos anuales a 100. Los alumnos tienen grupos pequeños y fragmentados y casi nadie conoce a la totalidad de los compañeros. Es muy interesante como la masividad y la conexión a las redes termina generando un sentimiento de soledad y aislamiento. No hay espacios para construir vínculos de calidad”, agrega sobre una generación que confía y se siente segura con menos personas.

Valenzuela atribuye a la alta tasa de soledad de los jóvenes y mayores de edad a que son las etapas de la vida en que las personas “están más desvinculadas”, mientras que en la etapa media suelen tener un cónyuge, hijos, restablecen la relación con la familia de origen y todavía no han perdido a sus amigos. Las bajas en los índices de vecindad –cada vez se conocen menos números de vecinos–, el académico se lo adjudica a la inseguridad. “Este ambiente de pánico que se apodera de países como el nuestro que han recibido un flujo migratorio súbito y masivo, con aumentos en la tasa de criminalidad y que crean un ambiente de inseguridad barrial muy fuerte”.

Margarita Sanhueza ya apenas sale. A su hija que vive en Providencia, un barrio residencial de la zona oriente de Santiago, le dijo que no fuera a visitarla más porque tiene un buen coche y se han registrado muchos portonazos por donde vive. Incluso se tuvo que cambiar de consultorio. Cuenta que un grupo de vendedores ambulantes se tenían tomada la acera de ingreso y se peleaban con cuchillos a plena luz del día. Los propios funcionarios del recinto sanitario derivaban a los pacientes a una entrada trasera para no exponerlos. El peligro lo reciente fuera de casa. Pero también dentro. Teme tropezar una noche oscura. No hace falta que diga por qué.

Fuente: EL PAÍS

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