Del total de 59 fallecidos, la represión policial les arrebató la vida a 47 de ellos a punta de balas e impactos de bombas lacrimógenas. Detrás de los asesinados están las historias de padres, hijos y estudiantes que tenían metas que querían cumplir, así como de familias devastadas por sus pérdidas.
Beckham Romario Quispe Garfias tenía solo 18 años cuando, el 11 de diciembre del 2022, un proyectil de arma de fuego (PAF) lo mató mientras se encontraba participando de las manifestaciones en Apurímac contra la asunción de Dina Boluarte como presidenta del Perú. Él y un menor de 15 años de iniciales D.A.Q. fueron los primeros muertos registrados.
Dos meses después, del total de 59 fallecidos, se cuentan 47 civiles asesinados, presumiblemente, por las fuerzas del orden en el marco de los enfrentamientos durante las protestas. A 45 de ellos se les arrebató la vida con un PAF —uno de ellos aún por confirmar— y a dos por impacto de bomba lacrimógena, según detalla la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos (Cnddhh).
En el afán de justificar las muertes, tanto la Policía Nacional del Perú, las Fuerzas Armadas, un sector de la derecha del Congreso y la misma Boluarte afirman sin pruebas que estas personas eran terroristas o vándalos. “Él no era un terrorista ni un delincuente, mi hermano era un deportista, un estudiante”, cuenta Raquel Quispe, hermana de Beckham, a la Unidad de Investigación de La República.
“Él se dedicaba a trabajar con su bayati —una moto—, tenía un platanal, tenía una chacra también de café y plátano. Ha dejado todo sembrado, cultivado. Él no tenía ganas de morir, estaba trabajando”, relata Susan, hermana de Diego Galindo, un mototaxista de 40 años que también trabajaba la tierra de su chacra y que murió por impacto de bala en Pichanaqui, en Junín.
Susan solo temblaba al escuchar desde su casa las balas, perdigones y bombas lacrimógenas que lanzaba el Ejército y la PNP. Se tuvo que esconder en el sótano porque los gases habían formado una neblina en toda su vivienda, por lo que decidió retirarse con sus hijos e ir al hogar de su suegra, mientras su hermano se quedó durmiendo.
Al levantarse, Diego salió pensando que la situación estaba más calmada. Caminó hasta la esquina en la que se encontraba su casa, se sentó en la banca por un momento y luego volvió a andar. Dio 10 pasos sin saber que dos balas le perforarían el pecho y el brazo, lo que impidió que continúe su recorrido, su vida. Lo subieron a un pequeño bote y lograron llevarlo al hospital de Pichanaqui. Lamentablemente, no resistió.
Jovana, hermana de Jhon Mendoza —asesinado a sus 34 años por una bala—, lo describe como una persona a la que le gustaba ayudar a otras. “Amaba la vida. Era cariñoso. Era un joven que sabía querer y se hacía querer”, relata entre lágrimas.
Ella tenía una reunión con sus socios para coordinar las actividades que iban a realizar por Navidad, pero —debido a las movilizaciones— Jhon le dijo que era mejor que se quedara y él fue a pie. Tras esperar, tuvo que regresar porque el encuentro se suspendió. Para volver a casa debía pasar por el aeropuerto, en medio de todo el fuego cruzado. “En eso me llaman y me dicen: ‘Le han disparado a tu hermano’”, narra con la voz quebrada. Cuando llegó al hospital y logró entrar, lo encontró muerto.
Además del dolor, lo que une a estas 47 familias es el pedido de justicia para las víctimas de la represión indiscriminada. “Mi hijo ha perdido su vida por luchar. No tengo sueño, no duermo, solo pido justicia para mi hijo. Me han quitado la vida de mi hijo, con él comía, con él trabajaba para darnos de comer a mí y a sus hermanos”, lamenta la madre de Cristian Rojas, un joven apurimeño de 19 años que cursaba su primer año de Farmacia, al que le arrebataron la vida cuando salió a protestar.
No asesinaron vándalos, no asesinaron terroristas, asesinaron a adultos y menores, algunos de ellos salieron a protestar, otros simplemente pasaban por el fuego cruzado y a otros les truncaron la vida solo por querer ayudar a quienes estaban en las manifestaciones. A estas familias ahora solo les queda el recuerdo de esos seres queridos que ya no podrán volver a ver, a abrazar.
Fuente: LA REPÚBLICA