El sábado 9 de noviembre llegué al aeropuerto de Puerto Príncipe a las diez de la mañana desde Panamá, lista para regresar a trabajar después de unos meses fuera de Haití. Los 35 grados centígrados de temperatura y el cuarteto musical que da la bienvenida a la salida del avión se sentían familiares, una rutina que hace parte de mi vida como una periodista hija de haitiano y colombiana, que vive a caballo entre los dos países. Lo que no imaginaba era que el aeropuerto se convertiría en mi refugio improvisado durante más de 20 horas. No pude salir de allí hasta las siete de la mañana del domingo.
Nunca me había pasado algo así, pero desde marzo, cuando las pandillas comenzaron a tomar control de esta zona de la capital haitiana, este tipo de situaciones se volvieron comunes. Esta vez no fue una ocupación directa de las pandillas en el aeropuerto, como sucedió el 4 de marzo de este año, pero, aun así, el ambiente era tenso. Me impresionó darme cuenta de que ya no existe una forma segura de moverse en esta parte de la ciudad, una zona vecina al Champ de Mars, donde —hasta el terremoto de 2010— estaba el Palacio Presidencial. Aunque en realidad, la inseguridad se ha extendido por todas partes. Ya nadie puede circular tranquilo.
Llegar a la casa de mi tío, por ejemplo, se convirtió en una travesía en la que crucé tres retenes controlados por bandas armadas. Cada punto de control me ponía en alerta, me recordaba el peligro que ahora implica cualquier traslado en Puerto Príncipe. La ciudad está bajo el control absoluto de estos grupos, los disparos hacen parte del paisaje sonoro de la ciudad, y todo esto en un momento en el que ya han llegado al país 400 de los mil policías kenianos que tenían como misión de restablecer la seguridad, aunque yo no les he visto en las calles.
Haití enfrenta un panorama de violencia y crisis política tras la destitución el pasado fin de semana del primer ministro Garry Conille, quien fue reemplazado por Alix Didier Fils-Aimé mediante una orden ejecutiva firmada por el consejo gobernante. En medio de una creciente inseguridad, grupos armados han incrementado los ataques, y se han reportado impactos de bala a, al menos, tres aviones. Jimmy Chérizier, líder de una poderosa pandilla, declaró su intención de reducir la violencia si los grupos armados participan en las negociaciones políticas.
La realidad es que, tras el asesinato del presidente Jovenel Moïse en 2021, las pandillas han aprovechado el vacío de poder para expandir su control sobre diferentes zonas del país. Mientras escala la violencia, la ONU ha suspendido temporalmente su ayuda humanitaria debido a la inseguridad, algo que afecta a millones de haitianos y agrava la situación de hambre y desprotección en el país.
Hace más de dos meses pasé una larga temporada en Haití y, al volver, esperaba encontrar ese mismo país que se ha convertido en un mundo donde reina la violencia. Pero el panorama cambió de manera drástica en apenas unas semanas. Ahora hay zonas completamente arrasadas. Por ejemplo, Solino, un barrio residencial de Puerto Príncipe tomado desde 2021 por las pandillas, ya no existe como lo conocí. Antes era una comunidad familiar, con parques infantiles y escuelas, plagada de trabajadores informales. El paisaje ahora se resume en casas quemadas, familias que empacan frenéticamente colchones y muebles en autos y cargan sus pertenencias sobre sus cabezas mientras abandonan sus hogares. Hoy no solo siento el peso de una realidad que ahoga a la ciudad, también me resuena una pregunta: ¿cómo vive un ciudadano haitiano en medio de esta incertidumbre y de este miedo?
Mi abuelo Levoy Exil, un pintor de 79 años, ha vivido en carne propia la dura realidad de Haití en medio de la violencia de las pandillas. Después de sufrir una lesión en su rodilla, tuvo que interrumpir sus terapias físicas al verse obligado a refugiarse en su casa por la creciente inseguridad. “Nadie puede ayudarme. Vivo solo y mi vecina es la única que me compra en el mercado”, me dice, mostrando la dificultad de moverse debido a la pérdida de movilidad en su pierna derecha. Como él, cientos de miles de personas mayores en Haití han tenido que permanecer ocultas en sus hogares desde 2021, atrapadas por la violencia de las pandillas que dominan las calles, sin poder salir a buscar ayuda o acceso a servicios básicos. La situación para los más vulnerables, como mi abuelo, se ha vuelto cada vez más desesperante.
En Puerto Príncipe, el control de las pandillas sobre los barrios cambió la vida de miles de personas. Las calles que antes bullían con la vida diaria, hoy se encuentran bajo la vigilancia de grupos armados. La violencia y la inseguridad afectan a cada aspecto de la vida cotidiana. “Cada mañana dudo si abrir mi negocio o no”, dice Jacques Dorsainville, un comerciante local, mientras se asoma por la reja de su pequeña tienda. “Varios negocios cerraron en la última semana porque los pandilleros cobran cuotas a todos los que trabajamos en esta zona. No se puede sobrevivir sin pagarles, y aun así uno nunca está seguro”.
Los bloqueos y retenes en las calles complican la movilidad y el acceso a servicios de salud y alimentos. Marie Lafontant, enfermera en una clínica comunitaria, cuenta que muchos colegas dejaron de acudir a trabajar. “Pasé tres retenes para llegar a mi trabajo esta semana”, relata. “Los pandilleros preguntaron a dónde iba, revisaron mi mochila, y solo me dejaron pasar porque les dije que atendía enfermos”.
Los servicios de emergencia enfrentan sus propias dificultades para atender a los heridos en las zonas controladas por pandillas. Pierre-Louis Augustin, conductor de ambulancias, asegura que los paramédicos recibieron instrucciones de no ingresar a ciertos barrios. “Ya no llegamos a donde nos necesitan”, lamenta. “En las últimas semanas vimos cómo aumentó la cantidad de personas heridas que no pudieron llegar a los hospitales a tiempo”. En un comunicado de prensa, Médicos Sin Fronteras (MSF) condenó un ataque perpetrado contra una de sus ambulancias esta semana. Según la organización, los atacantes eran policías, quienes luego ejecutaron a varios pacientes que estaban a bordo del vehículo. El equipo que se encontraba en el lugar ni siquiera pudo regresar en la ambulancia, que resultó completamente dañada.
Los residentes también describen la relación que mantienen con las pandillas. Algunos tratan de evitar conflictos y seguir las reglas impuestas, mientras otros han optado por mudarse o buscar refugio en otras zonas del país. Jean-Robert Sénatus, un habitante de Cité Soleil, asegura que muchos vecinos han vendido sus pertenencias para pagar a intermediarios que le ayudaron a huir de la capital. “Vivir así no es vida”, dice. “Pero irse también fue un riesgo. Muchos decidieron quedarse, aunque no tenían claro cuánto tiempo podrían soportar esta situación”.
Fuente: EL PAÍS