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Vivencias de un camarógrafo: La torre inconclusa de Oploca

En los innumerables viajes que realicé por las provincias del territorio potosino, fui recogiendo historias que, como semillas del viento, caían en mis oídos y germinaban en mi curiosidad. Muchas me impactaron, otras me persiguieron en el silencio de la noche, y algunas —las más arraigadas en la tierra y en la memoria de la gente— se quedaron conmigo para siempre. Una de esas historias nació en Oploca, un pequeño pueblo enclavado en el sur de Potosí, allí donde la provincia Sur Chichas se enreda con las montañas y el viento carga todavía con rumores del pasado.

Aquel día acompañaba a un exsecretario de la Madre Tierra para realizar un reportaje en Villazón. Tras cumplir la tarea, seguimos camino hacia Tupiza, y más tarde él se internó en una comunidad de nombre casi susurrado: Oploca. Yo lo seguí. Era una de esas oportunidades que la vida ofrece sin avisar, como si supiera que allí había algo esperándome.

Oploca apareció ante nosotros como un espejismo detenido en el tiempo. Casas pintorescas enmarcadas por montañas que parecían besar sus tejados, un río que partía la comunidad como una línea de vida, y gente cálida que nos recibió con la serenidad de quienes han aprendido a convivir con el silencio. Mientras se desarrollaba una reunión comunal, me alejé con mi cámara para filmar cada rincón. No sabía que, en unos minutos, mis pasos iban a detenerse por completo.

Frente a mí se erguía la iglesia.

Una construcción imponente, de piedras tan gruesas que parecían haber sido arrancadas del mismo corazón del cerro. Un portón de madera envejecida por incontables inviernos y veranos, y un aire solemne, casi desafiante. Pero lo que más llamaba la atención era su evidente asimetría: una torre firme y orgullosa, y al otro lado, un vacío, el espacio donde debería levantarse la torre gemela… una torre que jamás fue construida.

La pregunta me nació sola:
¿Por qué estaba inconclusa la iglesia?

Sin embargo, la gente del lugar respondía con silencios. Miradas breves, encogimientos de hombros, algún gesto evasivo. Hasta que apareció ella: una ancianita de más de 90 años, diminuta y frágil como una hoja seca, pero con una presencia que imponía respeto. Serafina Huayta Cuevas, supe después.

Con ayuda de un ingeniero que le repetía mis preguntas al oído, la señora empezó a hablar en quechua. Yo filmaba su rostro, marcado por arrugas profundas que parecían caminos tallados por el tiempo mismo. Entonces lo dijo: no veía, por eso me hablaba tan cerca, gritándole a la cámara como si quisiera que su voz atravesara las décadas y llegara intacta al futuro.

Y así comenzó a desgranarse la historia.

Muchos años atrás —relató doña Serafina—, cuando extraños llegados “allende los mares” irrumpían en estas tierras buscando riquezas y sometiendo pueblos en nombre de un rey lejano, se decidió construir un templo en Oploca. Para ello contrataron a un joven del lugar, hábil en la construcción, fuerte y confiado. Pactó precio, tiempo y condiciones con las autoridades de aquel entonces, y se puso a trabajar con la ayuda de sus peones.

Pero una enfermedad lo postró en cama. Los días pasaron, la obra se detuvo, y el dinero adelantado se le fue en curarse. Cuando los contratantes regresaron para exigir resultados o la devolución del dinero, él solo pudo implorar más tiempo. Lo amenazaron con castigos y con expulsarlo del cristianismo al que recién pertenecía. Desesperado, arrastró una tristeza que lo consumía.

Hasta que una noche fría salió a ver los muros de la iglesia. Allí, bajo la sombra temblorosa de la luna, el viento sopló con un gemido extraño. Y apareció él.

—Estás perdido —le dijo el Diablo—. No cumplirás el contrato y pagarás caro.
Pero puedo ayudarte… puedo terminar la iglesia por ti, a cambio de tu alma, la de tu esposa, tus hijos y todos los de esta comarca.

El joven, hundido en la desesperación, aceptó sin pensar. Y desde esa noche trabajaba como poseído. Dormía de día, salía de noche, y su familia apenas lo reconocía.

Una madrugada lo siguieron, sigilosos como sombras. Y lo vieron: él, junto al Señor de las Tinieblas, levantando muros con una rapidez antinatural. Al día siguiente contaron todo a los ancianos y al sacerdote. Decidieron ayudarlo. Lo bañaron con incienso, hierbas, salmueras y agua bendita; pero el plazo final estaba cerca, y el diablo no esperaba.

La última noche, el joven se arrodilló ante los cimientos y lloró pidiendo perdón a Dios. Entonces, el olor a azufre inundó el lugar: el Diablo había regresado.

—Hagas lo que hagas —tronó—, tu alma y la de los tuyos son mías. Terminaré la iglesia antes del amanecer.

Y se lanzó a construir con ferocidad. Terminó la primera torre, la nave principal, y ya estaba por levantar la segunda torre cuando descendió el arcángel San Miguel, enviado por Dios. La batalla entre ambos estremeció la noche: rayos, truenos, viento y fuego. Cuando parecía que el mal vencería, el día comenzó a clarear.

El gallo cantó.
Los primeros rayos tocaron al Diablo.
Y este, lanzando un grito de ira, se esfumó.

La torre quedó inconclusa.

Y antes de desaparecer, lanzó una maldición:

—Me han expulsado… pero tus hijos, aunque tengan riquezas, vivirán siempre pobres porque sus propios hijos les robarán lo suyo.

El joven entregó la iglesia a tiempo y desde entonces llevó una vida piadosa, ayudando a todo aquel que lo necesitara.

Doña Serafina suspiró hondo.

—Intentaron terminar la torre después —dijo—, pero no se pudo. Uno murió por un rayo y otro cayó desde arriba. Por eso quedó así… para siempre.

Le pregunté su nombre.
“Serafina Huayta Cuevas”, respondió.
Y se alejó lentamente, como si se despidiera no solo de mí, sino también de su propio recuerdo.

Más tarde, otras personas me contaron que debajo de la iglesia existe un tesoro antiguo, e incluso el cuerpo de un vizconde enterrado allí. Y que, pese a los robos —cuadros, objetos valiosos, piezas antiguas— la iglesia sigue erguida, firme, testigo de un pasado que aún respira entre sus piedras.

La torre inconclusa de Oploca permanece allí, apuntando al cielo como una pregunta sin respuesta.
Como un recordatorio de que, entre nuestras montañas, la línea entre la historia y el mito no es una frontera… es un puente.

Y en ese puente, todavía caminan las voces de los que vinieron antes.

Está historia fue reflejada por el canal internacional Telemundo y su programa “Al rojo vivo”que me hizo una entrevista.

Celso Durán Sánchez

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