Un ataque con explosivos a una base militar en Cali y el derribo de un helicóptero de la Policía en Antioquia, ambos por parte de disidencias de las FARC, visibilizan la profunda crisis de seguridad en el país
Seis personas muertas, en plena ciudad de Cali, por un ataque con explosivos a una instalación militar. Doce policías asesinados tras el derribo del helicóptero en el que viajaban en una zona rural de Antioquia. La guerra se hace cada vez más visible en Colombia, en una propagación de conflictos que en los últimos años parecían localizados en ciertas regiones, usualmente distantes de las grandes ciudades, como el Catatumbo, el Cauca o Putumayo. El ataque en la capital del Pacífico colombiano muestra que por lo menos algunos grupos de las disidencias de las extintas FARC buscan pasar a la ofensiva contra el Estado, con ataques fuera de las zonas que controlan. En los últimos años, solo la guerrilla del ELN había hecho ese tipo de acciones, y de forma ocasional, con gran repudio de la opinión pública.
Por eso, la primera reacción del presidente Gustavo Petro fue señalar el ataque en Cali de ser una “reacción terrorista” que mostraría que el grupo responsable ha sido afectado por una ofensiva militar que él mismo ordenó hace varios meses. “Después de la derrota producida a la columna Carlos Patiño con la pérdida de buena parte del cañón del Micay, tenemos una reacción terrorista en Cali con dos civiles muertos. El terrorismo es la nueva expresión de las facciones que se dicen dirigidas por Iván Mordisco”, dijo en X, pocos minutos después de que ocurriera el ataque en plena ciudad. A inicios de la noche, su ministra de Defensa encargada, Ana Catalina Cano, refrendó el mensaje. “Atendemos la instrucción del señor presidente respecto a que las disidencias de alias Iván Mordisco, el Clan del Golfo y la Segunda Marquetalia serán considerados organizaciones terroristas, perseguibles en cualquier parte del planeta por delitos contra la humanidad”, afirmó en un video difundido por el Ministerio. El mensaje, de momento, deja un interrogante sobre los diálogos que el Gobierno ha reabierto con el llamado Clan del Golfo, ahora en Catar.
Colombia ya ha sufrido fuertes oleadas terroristas en las ciudades a inicios de los 90, en la guerra de Pablo Escobar contra el Estado, e inicios del siglo, cuando las extintas FARC rodearon a las principales ciudades en su intento fallido por tomarse el poder. Tras el Acuerdo de Paz de 2016 por el que se desarmó esa guerrilla, la más grande y significativa, el terrorismo urbano parecía distante, y el conflicto estaba replegado a algunas áreas con presencia del ELN, de algunos pocos disidentes de las FARC y de grupos de origen narcotraficante. Un carro bomba de los elenos restante contra la escuela militar de Bogotá, en enero de 2019, que dejó 23 muertos y más de 100 heridos, fue una excepción notable. El país urbano parecía estar alejándose de décadas de guerra. Se hablaba, entonces, del posconflicto, un término que ha caído en desuso; el Comité Internacional de la Cruz Roja menciona más bien ocho conflictos distintos. La guerra ha ido creciendo, al multiplicarse los grupos ilegales y sus disputas por todo tipo de renta, especialmente las ilícitas como las del narcotráfico, la trata de personas, la minería ilegal o la extorsión.

Cali, sin embargo, ha estado más cerca que otros grandes centros urbanos. A tan solo 150 kilómetros está ubicado el cañón del río Micay, una importante ruta que conecta al altiplano andino del departamento del Cauca con las selvas y los esteros que salen al Pacífico. Ruta de armas y droga, pasó a ser también un reducto de cultivos ilícitos y centro de poder del frente Carlos Patiño y sus aliados de la columna Dagoberto Ramos. Aunque a su llegada al poder, en agosto de 2022, el presidente Gustavo Petro buscó negociar con ellas, unificadas con otros grupos bajo la sombrilla del llamado Estado Mayor Central que lidera alias Iván Mordisco, el proceso fracasó. En octubre de 2024 el mandatario lanzó una ofensiva para recuperar la zona, llamada Operación Perseo, incluso con artillería; las disidencias respondieron con varias oleadas de atentados y ataques a la policía. Primero en el Cauca, luego a las afueras de Cali, y más recientemente en la zona urbana. El pasado 10 de junio ya habían asesinado a dos personas e hirieron a varias con dos explosiones en la ciudad, como parte de una oleada de 24 ataques en la región que ya había alertado a los expertos por la demostración de su capacidad logística y la falta de capacidad del Estado para evitarla. El ataque de este jueves es un paso más en una demostración de fuerza que ya había pasado por amenazas directas a la cumbre de biodiversidad de Naciones Unidas de abril de este año, pero que no había llegado a un hecho de estas dimensiones.
Un empeoramiento paulatino similar ocurre con el helicóptero de la policía derribado en Amalfi, en el nororiente de Antioquia, apenas unas horas antes. El Estado colombiano se concentró en adquirir decenas de ellos durante los gobiernos de Andrés Pastrana (1998-2002) y Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), para así tener una superioridad aérea que le permitiera enfrentar el entonces veloz crecimiento de las FARC, que habían pasado a lucrarse del narcotráfico. Ese símbolo de un Estado fortalecido que logró forzar a las guerrillas a replegarse y negociar, se ha convertido ahora en un punto débil de las fuerzas militares y de la policía. Según los reportes, varios policías realizaban un operativo de erradicación de coca cuando fueron atacados. Ante ello, pidieron apoyo aéreo para evacuar, una maniobra que se apoya en los helicópteros. Pero cuando llegó la nave, un dron atacó el rotor de su cola, haciéndolo caer. Los grupos armados han encontrado en los drones no solo un arma para atacar cuarteles, sino una manera de debilitar ese poderío aéreo que tanto había ayudado al Estado.
Además, los helicópteros tienen problemas, con buena parte de ellos en tierra por diferentes motivos. Aunque no se han detectado fallos de mantenimiento como alegaron algunos críticos del Gobierno en 2024, cuando cuatro de ellos sufrieron accidentes que dejaron 25 muertos, parte de la flota es de origen ruso, y ha tenido que dejar de volar: las sanciones de Estados Unidos a ese país llevaron a no renovar el contrato con la empresa encargada de su preservación. Jorge Mantilla, experto en seguridad, explicaba en enero pasado que para el segundo semestre de 2024 casi el 60% de la flota aérea estaba en tierra. “No puede volar o porque requiere mantenimiento, o porque está en una fase de obsolescencia, o porque no hay gasolina”, señalaba, y hacía énfasis en la dramática situación de los helicópteros, pues solo el 25% estaba funcionando. La ventaja de dominar el aire se ha hecho mucho menor, en apenas una de las muestras del debilitamiento militar que ha tenido el Estado en los años recientes, mientras los grupos ilegales crecen en combatientes.
El recrudecimiento de la violencia se ha notado también en que el ELN pueda hacer una ofensiva con cientos de hombres contra una disidencia sin que el Estado pueda evitarlo, como ocurrió en enero en el Catatumbo, en la frontera con Venezuela; o en que algún grupo se atreva a asesinar a un aspirante presencial, como ocurrió con Miguel Uribe Turbay. La situación no es como la de 1989, cuando las bombas y los magnicidios se repetían; ni como la del 2000, cuando hubo 232 masacres de cuatro o más personas, contra 22 el año pasado. Pero la tendencia sí es a empeorar. No en vano, las encuestas señalan que la principal preocupación de los colombianos, y con las cifras más altas desde antes del Acuerdo de 2016, es la seguridad.
Fuente: EL PAÍS