La denegación de la libertad condicional a Yolanda Saldívar, la mujer que mató a la leyenda de la música latina, revive las circunstancias del crimen y el inconmensurable legado de una vida segada a los 23 años

El museo de Selena Quintanilla-Pérez en Corpus Christi, una ciudad de mayoría hispana en el sur de Texas, frente al Golfo de México, contiene casi todo el universo de la Reina de la Música Tex-Mex: centenares de retratos de la cantante, su Porsche rojo, la colección de huevos de Fabergé, los premios y discos de oro y platino, una veintena de los trajes que ella misma diseñaba y la riada de fans que van pasando por grupos cada pocos minutos. De la mujer que la mató por la espalda, Yolanda Saldívar, no hay rastro. Y una sutil elipsis da cuenta ―en las cartas de pésame de, entre otros, el presidente Bill Clinton y George Bush hijo, entonces gobernador de Texas― de la muerte el 31 de marzo de 1995 de una artista de 23 años que ya había hecho historia en la industria del pop latino y en la comunidad mexicano-americana en Estados Unidos.
“No hace falta recordar aquello que pasó; todo el mundo lo sabe, y aún duele para muchas de nosotras”, dijeron el 20 de marzo en el aparcamiento del museo dos amigas, “fans de la cantante”, llegadas desde muy lejos, Montana y Míchigan.
Este lunes se cumplen 30 años de “aquello que pasó”, y por más que la familia de Selena y algunas de sus seguidoras prefieran olvidarlo, la marea de la memoria se empeña en devolver esos recuerdos. El aniversario no es especialmente redondo, pero coincide con la primera ocasión en la que podía aspirar a la libertad condicional Saldívar, una mujer menuda de 64 años que fue presidenta del club de fans y llevó los negocios de moda de la cantante. La Junta de Indultos de Texas le denegó el jueves pasado su clemencia al entender que “la agresora representa una amenaza continua para la seguridad pública”. La junta dictaminó que debe permanecer entre rejas al menos hasta 2030, cuando podrá pedir de nuevo la revisión del caso.
Un juez de Houston la condenó en 1995 a cadena perpetua, después de un juicio del siglo de tres semanas que marcó ―junto al de O. J. Simpson, celebrado poco antes― el inicio de una edad dorada en la espectacularización de la justicia en Estados Unidos. Al jurado popular le bastaran poco más de dos horas para hallarla culpable de asesinato en primer grado por disparar a Selena en una habitación de un motel de Corpus Christi.

Un portavoz dijo la semana pasada a EL PAÍS que “ni la familia, ni los herederos” tenían previsto “dar entrevistas o hacer comentarios” en este momento. Tampoco dieron permiso para reproducir parte de una conversación casual con el patriarca, Abraham Quintanilla, mientras este firmaba un ejemplar de sus memorias, El sueño de un padre. Quintanilla, de 86 años, es el hombre que impulsó la carrera de su hija y que ha mantenido un férreo control sobre su posteridad desde este edificio achatado que la familia convirtió en museo cuando vieron que miles de personas peregrinaban a las oficinas de la empresa, Q Productions, para llorar la muerte de la diva. El lugar cuenta con una nutrida y ajetreada tienda de regalos y con un estudio en el que han seguido grabando a artistas de música tejana y pop.
Después de conocer el jueves el dictamen sobre Saldívar, Suzette, hermana de Selena y baterista de Los Dinos, la banda que la acompañaba, publicó en Instagram un mensaje, firmado por la familia y por Chris Pérez, viudo de la cantante y guitarrista de Los Dinos, que decía: “Esta decisión reafirma que la justicia sigue defendiendo la hermosa vida que nos fue arrebatada a nosotros y a millones de fans en todo el mundo demasiado pronto”.
Todo indica que la junta de la libertad condicional sigue sin creer la versión de Saldívar, que lleva 30 años sosteniendo que todo fue un “accidente”. Tampoco, la de la persona de su entorno que, en un artículo reciente del tabloide The New York Post, dijo anónimamente que la “agresividad” de la víctima provocó que la asesina apretara el gatillo.
“La tesis del accidente, que es a la que se agarró durante el juicio, nunca se sostuvo”, explica en una conversación telefónica Mark Skurka, que trabajó como fiscal en el caso cuando era un joven abogado de Corpus Christi, ciudad de clase obrera que Selena nunca abandonó, tampoco en lo más alto de su fama. “Teníamos una confesión, que fue admitida como prueba, en la que nunca pronunció la palabra ‘accidente’. Convencimos al jurado de que [Saldívar] estaba enfadada con Selena y que le aterrorizaba que la apartara de su lado, así como la idea de tener que volver a su vida insignificante de antes de conocerla. En cuanto a la defensa propia: ¿qué decir? Es muy difícil de creer que te estás defendiendo de alguien que recibe un balazo por la espalda. Además, la víctima no iba armada, y cuando disparas a alguien accidentalmente haces algo por ayudarla, máxime, teniendo en cuenta que Saldívar era una enfermera titulada”.

No fue el caso. Tras recibir el disparo, Selena se arrastró hasta la recepción, donde se desplomó. Los empleados del motel llamaron a urgencias, pero los médicos no pudieron salvarla.
Aquel viernes “fresco y nublado”, Carlos Valdez, entonces fiscal del distrito del condado de Nueces, volvía de comer con unos amigos cuando una ayudante del sheriff le contó lo sucedido y que la sospechosa estaba en el aparcamiento del motel Days Inn, encerrada en su camioneta, amenazando con suicidarse, mientras repetía entre sollozos que ella no quería “matar a nadie”. “Saldívar tuvo a la policía y al negociador en vilo durante 10 horas”, recuerda Valdez en una entrevista con EL PAÍS. Una vez la detuvieron, el caso, “un simple caso de asesinato”, dice el jurista, ahora semiretirado, cayó en su mesa. Y su vida cambió para siempre.
A salvo entre rejas
“Creo que es mejor para ella que no la hayan soltado; ahí dentro al menos está a salvo. Su integridad correría peligro en la calle”, advierte Valdez, que considera que el entorno de Saldívar tal vez haya recurrido al argumento de la “agresividad” cuando ha visto que “a los hermanos Menéndez [condenados a cadena perpetua por matar a sus padres en 1989] puede que les funcione como motivo para la revisión de su caso. “Yolanda ha cambiado tantas veces su versión en los últimos 30 años que ya no sabe qué inventar”.
En sus memorias, publicadas en 2021, el padre de Selena escribe que está convencido “al 100%” de que si la policía no hubiera acudido inmediatamente al lugar del crimen, Saldívar habría ido en su busca para matarlo, y cuenta la sorpresa al ver a “unas 150 personas” a la puerta de las emergencias del hospital cuando él llegó al hospital junto a su hijo, A. B., productor de los discos de Selena. También que, aunque no lo recuerda, sabe ―porque lo ha visto en internet en un video― que compareció ante la prensa para decir: “Una empleada descontenta mató esta mañana a mi hija”.
Saldívar empezó a trabajar para Selena como presidenta de su club de fans y acabó convertida en amiga íntima de la cantante y llevando las tiendas de moda que esta abrió en Corpus Christi y San Antonio para dar salida a su pasión como diseñadora. En las semanas previas al asesinato, Saldívar viajó a Moterrey para organizar la puesta en marcha de una tercera tienda en la ciudad del norte de México, donde Selena también era una estrella.
Cuando Abraham Quintanilla recibió quejas de miembros del club de fans que denunciaban que habían pagado por mercancía (fotos firmadas, camisetas…) que nunca llegaba, pidió cuentas a Saldívar, también los por desvíos de dinero que habían advertido en las cuentas de la empresa. Esta se defendió diciendo que eran acusaciones falsas. Hubo una reunión en la que el padre y la hermana de la cantante, que era la amiga original de Saldívar, amenazaron con despedirla y con llevarla a los tribunales por malversación. “Ese fue el gran error, no deshacerse de ella inmediatamente”, considera el periodista Joe Nick Patoski, que cubrió el juicio y poco después publicó la biografía no autorizada Como la flor, pese a, dice, las “amenazas” de Abraham Quintanilla.
Después de aquella reunión, Saldívar compró una pistola del calibre .38 en una armería de San Antonio en la que contó que la quería porque era una enfermera de cuidados paliativos y temía que la familia de uno de sus pacientes terminales la atacara. En su declaración, Saldívar dijo que adquirió el arma, que más tarde devolvió a la tienda y después volvió a comprar, porque tenía miedo del padre. Patoski sí la cree en eso, dada la “habilidad para intimidar en los negocios” de Quintanilla. “Selena siguió confiando en su amiga, diría que hasta la misma mañana de su muerte, en la que llevó a Yolanda al hospital, cuando esta le contó la patraña de que la habían violado. Ahí fue cuando se hartó de sus mentiras”, concluye Patoski.
Las idas y venidas de las semanas previas al asesinato son el foco de un polémico documental del año pasado tirtulado Selena y Yolanda, los secretos entre ellas, que se centra en dos aspectos de la instrucción del caso: una carta de renuncia de Saldívar, que para los productores de la película pone en duda el relato de la familia y de la Fiscalía de que la asesina actuó por despecho al verse a punto de ser despedida, y la posible influencia de las amenazas “de la mafia mexicana” que recibieron los fiscales y los abogados de la defensa durante el juicio.
También resucitaba, con las hechuras insidiosas del true crime contemporáneo, la relación entre Selena y Ricardo Martínez, un cirujano plástico de Monterrey que la estaba ayudando en sus negocios en la ciudad. “No sé si tuvieron una relación sentimental, pero sí que Martínez, cuyo nombre no apareció en el juicio hasta el final, fue un mentor para ella, y que la estaba ayudando a entrar en México, donde a los tejanos que no hablan bien español los desprecian, y los llaman pochos”, aclara Patoski. “No hay que olvidar que Selena y sus hermanos crecieron en un ambiente completamente americano, y que ella tuvo que reprogramarse para aprender español y la cultura mexicana de sus raíces”.
Tanto Skurka como Valdez participaron en ese documental, y ambos coinciden en que el resultado hacía pasar por novedosos asuntos que se tomaron en cuenta en la instrucción. “El director [Billie Mintz] llegó con una versión preconcebida de los hechos y solo usó lo que le convenía para tu historia”, considera Valdez, que explica que prefirió excluir las sospechas de malversación del juicio para no “enturbiar un caso que era muy sencillo”. “Si no, el jurado aún seguiría deliberando”, bromea.

Mintz explicó este viernes en una conversación telefónica que su intención no era exonerar a Saldívar, a la que entrevistó en cuatro ocasiones en la cárcel (“mató a Selena, eso nadie lo discute”), sino dar con la “verdad”. “Y la verdad es que no fue una muerte intencional, sino un homicidio”. También cree que Saldívar “no fue consciente de que la bala alcanzó” a la víctima. “El fiscal del distrito hizo muy bien su trabajo: él necesitaba obtener una condena. Fue la prensa la que falló, y los investigadores. Se ocultó mucha información y el abogado de Saldívar [Douglas Tinker], que temía por su vida, no hizo lo suficiente. Que alguien sea hallado culpable solo significa que el fiscal ha conseguido convencer al jurado de su versión de los hechos”.
El documental fue recibido con una mezcla de disgusto y curiosidad morbosa por los fans de Selena. Mintz, al que le sorprendió comprobar en sus redes sociales cuántos de esos fans (”más de mil”) prometieron “con nombre y apellido” matar a Saldívar si la soltaban, dice con cierto orgullo que es el “más visto de la historia de Peacock [la plataforma que lo emitió] y también el peor valorado”.
Teorías de la conspiración
Valdez sitúa el afán por revisar el caso en el marco de las “teorías de la conspiración” que afloraron desde el principio. Tan al principio como en el hospital: durante años corrió el bulo de que Selena murió porque su padre, testigo de Jehová, se negó a que le hicieran una transfusión de sangre (se la hicieron; no sirvió de nada). También cundieron en el funeral. Celebrado tres días después del asesinato, unas 65.000 personas acudieron a un auditorio de Corpus Christi que al año fue rebautizado con el nombre de la cantante. Una señora empezó a gritar que Selena no había muerto realmente, que todo era un “engaño”. La familia permitió que se abriera el féretro, pero no que se hicieran fotos. Por supuesto, eso no impidió que alguien las tomara igualmente.
“En el juicio, la defensa se centró en tratar de demostrar que el padre aterrorizó a Saldívar, y que quería terminar con la relación de esta con Selena como parte de su plan de controlar a sus hijos”, recuerda Valdez. “Cuando interrogué a Abraham, le hice todas las preguntas para desmontar bajo juramento los argumentos de Tinker, y lo logré, porque este declinó llamarlo a declarar a continuación”. Quintanilla aplaude la estrategia del fiscal en sus memorias, que en buena medida se leen como una justificación de sus decisiones y como una defensa ante quienes lo pintan como un déspota con sus hijos que vivió a través de ellos el éxito que nunca logró cuando tenía su propio grupo de doo-wop en los sesenta, también llamado Los Dinos.
Muchos fans lo han acusado de sanear demasiado la imagen de Selena, especialmente con la serie que Netflix le dedicó en 2020. “A Abraham solo le interesan los cuentos de hadas. Aquella era la historia de cómo él y su primogénito lograron extraer grandeza musical de una muñeca Barbie llamada Selena, que no tenía nada que decir”, considera Patoski, el periodista, que está convencido de que la artista estaba en el momento de su muerte dispuesta a abandonar el nido: “Planeaba irse a vivir lejos de sus padres, continuar con su gran pasión, la moda, hacer el crossover con un disco en inglés que estaba preparando y cambiar de representante y de productor”.

Patoski también recuerda que en 2012, Pérez, el viudo, escribió un libro titulado A Selena con amor, que luego quiso convertir en serie. Dos meses después de la muerte de su esposa, con la que se había casado hacía tres años y falleció sin testamento, el chico firmó un contrato que daba a su suegro “autoridad exclusiva para explotar el nombre, la voz, la firma, la fotografía y la imagen” de Selena a perpetuidad. Así que en 2016, el padre demandó al guitarrista para que no siguiera adelante con sus planes. En 2021, la disputa entre ambos se resolvió “amigablemente” y la relación del viudo con su familia política quedó restaurada un par de años después. [Pérez no respondió a la solicitud de una entrevista de este diario].
De haberse grabado, su serie habría engrosado una extensa nómina de productos audiovisuales que inauguró el exitoso biopic en el que Jennifer López encarnó en 1997 a la cantante. De momento, la lista la cierra el documental Selena y los Dinos, de este mismo año, que cuenta, apoyado en grabaciones caseras, la historia de la evolución musical de la banda de la niña de nueve años nacida en Lake Front (Texas) que acabó convertida en la Reina de la Música Tejana a base de patearse escenarios de poca monta hasta acabar en las grandes ligas.
“Selena rompió muchas barreras”, explica Guadalupe San Miguel, profesor de la Universidad de Houston y autor del ensayo Tejano Proud: Tex Mex Music in the 20th Century (Orgullo tejano: la música tex-mex en el siglo XX, 2002). “Proviene del movimiento de renovación en los años 60 de la Tejano Music [estilo popular en el sur de Texas y porciones del Norte de México] que se conoce como la onda grupera. Selena le arrebató la corona a Laura Canales: como ella, triunfó en un mundo de hombres. A diferencia de Canales, disfrutó de la difusión de una gran compañía, EMI, y fue la primera artista mexicano estadounidense en ganar un Grammy. Cambió el género por completo, al popularizar la cumbia como un lenguaje válido”. Su muerte, indica el experto, inauguró el declive de la música tex-mex de principios de siglo.

No puede decirse lo mismo de Selena: su figura nunca ha dejado de crecer y de generar una copiosa cosecha de libros y ensayos académicos que la observan a la luz de la teoría queer o de su influencia como modelo de conducta para la comunidad hispana. Su primer disco póstumo, Dreaming of You, grabado en inglés y publicado en el verano de 1995, vendió 175.000 copias en un solo día e inauguró un fenómeno que la profesora y poeta Deborah Paredez bautizó como Selenidad en un ensayo homónimo en el que la compara con otras dos mujeres-mito: Frida Kahlo y Evita Perón. El término le sirve para definir la fecunda posteridad cultural de “una latina nacida en Estados Unidos” que hacía gala de una “orgullosa estética de la clase obrera, inextricablemente unida a su complexión: era morena, innegablemente voluptuosa y lucía un pelo negro que nunca quiso aclarar”.

Paredez también destaca la “rapidez” de una canonización alentada por su imagen de chica buena. No afloja, ni entiende de generaciones. “A veces tiene una la impresión de que ahora se la escucha más incluso que antes de morir”, explica Anamaria Sayre, co-presentadora del podcast Alt.Latino, de la radio pública NPR. “Es una leyenda, y las circunstancias de su muerte, que desencadenó un duelo colectivo, no han hecho sino agrandarla. Fue un símbolo muy importante para la comunidad mexicoamericana [a la que Sayre, que no había nacido cuando Selena murió, pertenece] y un elemento de orgullo y unificación. En nuestros hogares es casi una figura religiosa”.
En Corpus Christi, familias enteras peregrinan por los puntos clave de la ruta Selena por la ciudad para probar de que ese hechizo traspasa las edades. Está el museo, la tumba vallada, siempre con flores frescas, los murales en su honor, el popular restaurante Hi-Ho, que la artista nunca dejó de frecuentar, o el Mirador de La Flor, donde, al pie de la estatua de bronce que la conmemora con uno de sus típicos atuendos (pantalones, corpiño y cazadora), estaba la semana pasada María Lárraga, con su marido y sus cuatro hijos. Contó que recordaba “como si fuera ayer” cuando fue con unas amigas al último concierto de la cantante, que en febrero de 1995 batió récords de asistencia en Houston.

Como el resto de los habitantes del sur de Texas, Lárraga, entonces una adolescente, no olvida el 31 de marzo de 1995, cuando lo dejó todo para pegarse a la televisión. Aquel día las cadenas interrumpieron su programación para conectar con el lugar del crimen, donde Saldívar amenazaba con suicidarse en su furgoneta.
El motel aún sigue en pie, aunque con otro nombre. También cambiaron el número de la habitación con vistas a una de esas piscinas con forma de riñón en la que sucedió todo, para evitar la tentación del necroturismo. El detalle es importante: después de recibir el disparo por la espalda, Selena rodeó el edificio hasta llegar a la recepción, donde, según los testigos, dijo “¡Cierren la puerta, o me disparará otra vez!” antes de pronunciar sus últimas palabras: “Yolanda… [habitación] 158″. Treinta años después, el eco macabro de aquellas palabras aún resuena en Corpus Christi.
Fuente: El Pais