El escritor y director australiano Leigh Whannell se adentró hace cinco años en el mito del hombre invisible dándole un vuelco relacionado con la violencia de género tan imaginativo como coherente con su propia naturaleza: el hombre del abrigo largo, los guantes y el rostro tapado con vendas de la novela de H. G. Wells y del puñado de adaptaciones cinematográficas, el científico loco y solitario que nunca se dejaba ver, pasaba a ser un neurótico del control de su mujer, un acosador despechado, un hombre incapaz de superar el abandono. El trágico miedo contemporáneo de ciertas mujeres a la repentina aparición de sus hostigadores, que nunca se sabe cuándo ni de dónde pueden salir, entroncaba a la perfección con la invisibilidad acechante del personaje de ciencia ficción de Wells.
Producida por Blumhouse, una de las grandes firmas en cine de terror de los últimas dos décadas, El hombre invisible (2020) tiene ahora una especie de hermana pequeña (en todos los sentidos) en Hombre lobo, con la que Whannell intenta hacer algo semejante en materia de finura social, en torno a la protección de los hijos y la familia, y al abrigo del hogar, incluida la pareja, en su más amplia extensión. Una película que resbala un tanto en la acción y el miedo, que nunca resultan lo suficientemente aguerridos ni aterradores, pero que, con la misma elegancia en la puesta en escena de su obra anterior, excelentes interpretaciones y buenos diálogos en las secuencias más íntimas, tiene la suficiente entidad como para no ser desdeñada.
Desde la versión de George Waggner para la Universal, la licantropía siempre ha dado buen juego en el cine, con traslaciones en todos los estilos (siempre con el terror de por medio, pero a veces incluso con comedia, véase la ochentera Teen Wolf), y luchando de un modo diverso, de la mano de los mejores efectos especiales de cada época, con la casi obligada representación gráfica del momento de la transformación del ser humano en animal. Quizá consciente de que, en este último sentido, y a pesar del paso del tiempo, es difícil mejorar el impacto que produjeron en su día las metamorfosis de la maravillosamente refrescante Un hombre lobo americano en Londres (1981), de John Landis, y de la fabuladora En compañía de lobos (1984), de Neil Jordan, Whannell ha optado por no intentar competir en esa materia, y centrar su atención en su principal subtexto: el educativo entre padres e hijos, con la ayuda de la prodigiosa intérprete infantil Matilda Firth, en la crisis de pareja, y en una visión de la familia mucho más actual e igualitaria, según las circunstancias, en la que se intercambian roles con un padre más pendiente de la casa, y una madre agobiada por el trabajo que no se siente lo suficientemente buena y cariñosa progenitora.
Ambientada con credibilidad en los bosques de Portland, en esa América profunda que en algún instante puede recordar a otra película licantrópica asentada en el peculiar espacio físico, social, económico, temporal y moral en que se desarrolla, la magnífica El bosque del lobo (1970), de Pedro Olea, en la Galicia rural, Hombre lobo se queda, sin embargo, corta en el clímax terrorífico final, cuando el director opta por una estéticamente fea confección del plano desde el punto de vista del hombre ya convertido en lobo, y cuando la emoción de la intimidad está muy por encima del brío del espanto.
Fuente: EL PAÍS