Con el estreno de Gladiador II, casi un cuarto de siglo después de la primera, otra vez estos guerreros toman actualidad y se convierten en tema de conversación. Cómo eran las jornadas en el Coliseo que terminaban con las batallas entre estos atletas. Infografía
Eran los grandes atletas de su tiempo. Preparados a conciencia, dedicados únicamente a su actividad. Generaban un interés enorme, se presentaban en coliseos desbordados de público, más de 55.000 personas los vitoreaban y estaban pendientes de su suerte. El espectáculo debía estar a la altura de las expectativas. Se jugaban la vida. Y eran de los personajes más afamados de su tiempo. Sin embargo, eran esclavos.
Cada tanto se vuelve a hablar de ellos. Un libro, una película o alguna serie hacen que el interés sobre la figura de los gladiadores vuelva a encenderse. Ese espectáculo que combinaba violencia, coraje, sangre, muerte y épica continúa atrayendo, ya sea por morbo, admiración o perplejidad. Sin embargo mucho de lo que se cree saber sobre los gladiadores y sus luchas en los coliseos está lleno de tergiversaciones, mitos o errores. En estos días y con el estreno de Gladiador II, casi un cuarto de siglo después de la primera, otra vez estos guerreros romanos toman actualidad y se convierten en tema de conversación. La segunda entrega de Gladiador fue dirigida, de nuevo, por Ridley Scott y es protagonizada por Paul Mescal y Pedro Pascal.
La dieta de los gladiadores
No pasó demasiado tiempo para que los especialistas llegaran a la conclusión que al entrenamiento y a la concentración, le debían agregar una alimentación adecuada. Quizá el primero que se detuvo en el tema fue alguno que en medio de la lucha se sintió pesado, con dificultades para moverse y hasta con algunas náuseas después de un suculento almuerzo que comió sin gula pero confiando en que en la arena tendría más fuerza y potencia. En la preparación ingerían mucha carne.
Tenían también cuidados médicos, se les trataban las lesiones y las heridas. El primer médico reconocido, el que hay es sinónimo de la actividad, Galeno dio sus primeros pasos en la profesión atendiendo gladiadores.
Se entrenaban duramente bajo la conducción de ex gladiadores que les transmitían su experiencia y las distintas técnicas aprendidas en combate.
Había otro tipo de gladiador. El que perdía de manera voluntaria su libertad, el que se sometía a ser esclavo, sólo para convertirse en gladiador. Ellos anhelaban poder mostrar su coraje en la arena, ser ovacionados por multitudes. Era un trabajo deseado por mucho. Porque aseguraba comida, cuidados y si les iba bien, consideración pública, posibilidades de ascenso social que de otra manera no tendrían.
Si bien eran esclavos, los gladiadores generaban interés y atracción (que incluye, naturalmente, la sexual). Personajes públicos, coraje, físicos trabajados, aura de peligro e invencibilidad. Factores que contribuían a que el público los mirara, quisiera emularlos, los idealizara o los considerara objetos sexuales.
Estos esclavos y al mismo tiempo guerreros impecables y feroces eran propiedad del laninista, que era el que llevaba adelante y mantenía una escuadra de gladiadores. Era un emprendimiento que podía ser muy beneficioso, que abría contactos y permitía ganar mucho dinero, pero también implicaba una gran inversión diario. Esas especies de campamentos de entrenamiento entre los equipamientos, la compra de esclavos aptos, los instructores y la comida de calidad insumían mucho dinero.
En el imaginario popular reside la idea de que el gladiador derrotado moría en la arena, ya sea en el combate o ajusticiado por haber perdido, por la decisión del emperador, empujado por el público, de bajarle el dedo.
La realidad sobre los combates en el circo romano
Pese a lo que se suele creer la gran mayoría de los combates no era a muerte. No hubiera sido bueno para el negocio. Y la lucha de gladiadores era un gran negocio en su tiempo. No era fácil reponer a aquellos que se destacaban, que conseguían llenar las gradas.
Los gladiadores más notables de su tiempo luchaban no más de cinco o seis veces en un año.
Algunos historiadores creen que moría algo más del 10 % de los que combatían. Lo hacían, en su mayoría, horas después de los combates como consecuencia de las heridas sufridas. Las luchas no eran, por definición, a muerte. Excepto las de los condenados a muerte. Esos entraban a la arena sin saber si saldrían con vida aunque sabiendo que en unos días serían ejecutados de todos modos. Por eso, el resto de los gladiadores, más allá de la experiencia o habilidad que detentaran, no quería cruzárselos. Esos hombres no tenían nada que perder, estaban en estado casi salvaje, y antes de morir –lo que ocurriría o esa tarde o en los días siguientes- deseaban dejar una huella, al menos un acto memorable.
En ocasiones especiales, uno de los participantes era condenado a muerte por el público o por el emperador. Su contrincante debía ejecutarlo clavándole la espada en el corazón. El desgraciado asumía su (mala) suerte con dignidad; enfrentaba sin lágrimas y sin moverse el momento fatal. Una muerte digna limpiaba las deshonras de toda una vida.
También sucedía que alguien quedaba demasiado malherido y su rival o un funcionario especial le daban la estocada final, el golpe de gracia.
Otro motivo para evitar la muerte de los gladiadores era el pago de la indemnización que debía realizar el que organizaba la velada al laninista, al dueño del gladiador muerto. Era una suma enorme que podía multiplicar por veinte lo que se le pagaba por cada hombre que participaba.
Existían distintas maneras de que un luchador mostrara su claudicación, su abandono; señales inequívocas de que había sido derrotado. Podía dejar caer su escudo, un código para mostrar que ya no se defendería (ese dedo levantado también era un pedido de piedad, de que no lo ejecutaran); también podía levantar su brazo izquierdo con el dedo índice apuntando al cielo; o escondía el arma que blandiera detrás de su espalda.
El público no castigaba al vencido si había mostrado entrega y si había dado todo lo que tenía. Valoraban su valentía y el momento que les había hecho pasar. La victoria no era una exigencia absoluta. Sí se exigía entereza, en especial en el momento de la caída.
El premio para el gladiador
El armamento y las protecciones (estas indican que, al ser permitidas y utilizadas, el objetivo no era la muerte de los participantes) que usaban iban variando. Estaban los que peleaban con cascos, con cascos con mascarillas o con la cabeza desnuda; los escudos variaban de formato y de tamaño: cuadrados, rectangulares o redondos. Algunos usaban protección en una pierna o en el brazo. Podían atacar con una especie de tridente, espadas curvas o rectas, lanzas cortas, machetes, bolas con puntas cortantes o redes. Según la categoría o la especialidad en la que se desempeñaran, era el uniforme y las armas que utilizaban. Aunque con el tiempo para hacer más variadas las luchas, se mezclaban. Así se oponía a alguien con armas pesadas con alguien con menos poder de daño pero más liviano, más veloz.
El origen de esta actividad proviene de los etruscos. Era parte del rito funerario de determinados hombres célebres y guerreros. En su honor se establecían estos combates. Esa tradición se fue deformando hasta transformarse en un espectáculo multitudinario, en un show, muchas veces macabro y trágico.
Se cree que tuvieron lugar, con diferentes características, durante casi un milenio. Sin embargo su momento de apogeo, en el que se convirtió en un enorme show fue entre los siglos I A.C y II D.C. Su ocaso llegó a finales del Siglo IV cuando se adoptó al cristianismo como religión oficial.
En el momento de mayor impacto se prolongaban durante varios días o se organizaban con gran frecuencia. Tenían gran impacto en la población y la demagogia de los gobernantes los multiplicaban para tener contenta y distraída a la gente.
El show romano
La jornada empezaba bastante antes de que los luchadores ingresaran a la arena. Bien temprano por la mañana, una multitud acudía a lo que llamaban el Circo Máximo, un sector de la ciudad, cercano al Coliseo, en el que se podían juntar alrededor de 250.000 personas, cinco veces más que los que ingresarían al Coliseo unas horas después. Por allí pasaban los carruajes que llevaban hacia el Coliseo a los gladiadores que se enfrentarían más avanzado el día. Eran ovacionados. Luego la primera actividad del día, se soltaban animales salvajes y comenzaba una cacería. Triunfaba el que diera muerte a más jabalíes, toros o ciervos (y no sucumbiera ante alguno de ellos, claro). A veces, en las ocasiones especiales, había también leones, tigres y hasta elefantes. De fondo se escuchaban los rugidos y bufidos, el rumor de la multitud, los gritos nerviosos de los cazadores y las trompetas y cuernos de la banda que debía musicalizar el evento.
Y si esto es el circo romano, luego de la cacería, había números de los que ahora se llaman circenses: payasos, malabaristas, equilibristas, contorsionistas. El espectáculo, en días especiales, se ponía un poco más truculento a continuación. Si antes afirmábamos que no siempre había muertos en los días de Coliseo, en estas jornadas los había obligatoriamente y aún antes de que aparecieran los gladiadores. A la hora del mediodía se realizaban ejecuciones públicas. Nadie se las quería perder, generan un morbo único. El emperador las disponía no tanto para castigar a los delincuentes (o disidentes) ejecutados sino para disciplinar a la población, para que vieran lo que les podía llegar a suceder si hacían las mismas cosas que los que estaban perdiendo su vida en ese momento.
Estas ejecuciones cuando ocurrían dentro de la arena tomaban la forma que muchos conservan en su imaginario luego de haber visto durante años películas los sábados a la tarde por televisión, los Peplums o las de romanos, como diría Joaquín Sabina. Una de las maneras era enfrentar a muerte a varios condenados y que se fueran eliminando entre ellos. El sobreviviente, el vencedor, no tenía demasiado premio: era asesinado por un verdugo oficial. La otra modalidad era lanzarle animales salvajes para que los devoraran.
Los que iban al Coliseo tenía algunas facilidades que envidiarían algunos espectadores modernos del fútbol. Si había mucho sol se cubría su techos con unas largas telas, se tiraba agua perfumada a las tribunas, se repartía comida (que muchos no podían comer en su vida cotidiana). También se vendían algunas mercaderías y se hacían apuestas fuertes detrás por el resultado de las contiendas. Algunos ganaron pequeñas fortunas, otros se fundieron.
Los combates no tenían límite de tiempo. Se terminaban cuando había un vencedor o cuando algunos de los dos luchadores no podía continuar.
Había muchos enfrentamientos por jornada. En los primeros turnos se enfrentaban los más inexpertos. A veces competían varías parejas simultáneamente en diferentes sectores de la arena. Y como en las veladas actuales, para el final del día, quedaban los más experimentados y afamados.
Pero el público comenzó a habituarse a estas luchas de uno contra uno y hubo que buscar variantes. Así se crearon las colectivas en las que se enfrentaban un equipo contra otro. En busca de espectacularidad se incorporaron animales, escenografías y armas cada vez más estrafalarias. En algún momento también participaron mujeres gladiadoras.
El ganador daba una vuelta al ruedo. Ese paseo victorioso, esa vuelta olímpica –o gladiadora era el momento en que recibía la gloria y los honores de parte de la multitud. El vencedor llevaba una corona de laureles, una trabajada capa colorada o púrpura, una palma y en la otra mano una bandeja de plata en la que depositaba las monedas y regalos que le lanzaban los espectadores agradecidos con su demostración de destreza y coraje.
Los combates de gladiadores llevan más de veinte siglos generando fascinación e intriga.
Fuente: INFOBAE