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Del amor platónico al aguante estoico: las expresiones cotidianas que hemos robado a los filósofos griegos

“He encontrado a mi alma gemela, cuando estamos juntos todo fluye en perfecta armonía, pero soy un poco escéptico sobre si siente lo mismo”. Nada suena raro, todo suena actual, podría ser un fragmento de una conversación entre dos amigos. Tres de las expresiones de esa frase tienen origen en la filosofía de la Grecia clásica, que nos dejó una herencia lingüística y cultural que forma parte de nuestro vocabulario cotidiano, aunque en ocasiones hayamos deformado su significado a lo largo del tiempo….

Pocos términos tienen más definiciones que el de amor, si es que nos atrevemos a definirlo. Platón lo intentó hace unos 2.400 años, dibujándolo como un instrumento para alcanzar la belleza, el ideal más elevado del hombre. Difícil y costoso, pero alcanzable y asequible para todo aquel que quiera aproximarse al conocimiento. Lo que hoy entendemos por amor platónico es una entelequia —palabra acuñada por su discípulo Aristóteles que hoy recoge el Diccionario de la RAE como “cosa irreal”— prácticamente inalcanzable. José Carlos Ruiz (Córdoba, 49 años), profesor de Filosofía en la Universidad de Córdoba y autor de libros como El arte de pensar (Berenice, 2018), explica en conversación telefónica que el amor platónico hoy “se considera algo inalcanzable porque se ha sometido a cierta idealización previa”.

“El hombre primitivo era redondo, su espalda y sus costados formaban un círculo; y tenía cuatro manos, cuatro pies y una cabeza con dos caras”. La imagen es inquietante, pero así es como narra Aristófanes este mito en El banquete, una de las obras más conocidas de Platón. Tras ofender a los dioses, Zeus ordenó a Apolo que partiese por la mitad a cada individuo, condenándolo a buscar para siempre a… ¿Su otra mitad? ¿Su alma gemela? ¿Su media naranja?

Los conceptos filosóficos “con el tiempo se cambian o desfiguran porque la gente tiende a asimilar rasgos particulares de los personajes al frente de ciertas corrientes filosóficas, fijando más la anécdota que el sentido real de la palabra”, explica José Antonio Berenguer (Elche, 64 años), experto del Departamento de Estudios Griegos y Latinos del CSIC. Pone de ejemplo la palabra armonía, que hoy utilizamos como concordia entre personas u objetos, pero en la Grecia clásica solo significaba unión o ensamblaje, no necesariamente concorde. Pitágoras (569-475 antes de nuestra era) relaciona la armonía con la música (relación que ha llegado hasta hoy), concretamente con una melodía producida por el movimiento de los planetas que el oído humano no es capaz de escuchar.

Decimos que alguien tiene síndrome de Diógenes si acumula objetos de forma enfermiza. Paradójicamente, el filósofo que da nombre al trastorno, Diógenes de Sinope (412-323 antes de nuestra era), se caracterizó por renunciar a prácticamente cualquier bien material. Sus únicas pertenencias eran un zurrón, un manto, un báculo y un cuenco. Y, al ver a un niño beber directamente del agua que recogía en sus propias manos, se deshizo del cuenco al parecerle pretencioso. Este desprecio hacia lo material era un rasgo común de los miembros de su escuela filosófica, la cínica, que rechazaba la ostentación y lo socialmente establecido. La palabra cínico define hoy a alguien que actúa con falsedad o desvergüenza descaradas, y probablemente esta concepción viene de algunos episodios de la vida de Diógenes. Cuenta Ruiz que durante un banquete y para burlarse del filósofo, le arrojaron huesos como a un perro —la palabra cínico procede del griego kynikós, que en español significa perruno—, a lo que el filósofo respondió comportándose como el animal: levantó la pierna y orinó en la comida de los que le habían ofendido.

Hay gente que duda de la existencia del amor verdadero: los “escépticos del amor”, podrían llamarse. Podrían porque Pirrón (360-270 antes de nuestra era) creía tener muy claras sus ideas hasta que acompañó a Alejandro Magno en su expedición a la India y vio que había gente con ideas y formas de pensar muy diferentes. Creó la escuela escéptica, que invitaba a desconfiar de la posibilidad de conocer la verdad. La palabra escepticismo ha conservado casi inalterado su significado, y el Diccionario de la RAE la define como “desconfianza o duda de la verdad o eficacia de algo”.

Llamamos hedonista al que busca el placer, como lo buscaba Epicuro (342-270 antes de Cristo). Su idea de hedonismo y de placer, sin embargo, no se corresponde con la de nuestro tiempo. Dice Ruiz que lo importante para el epicureísmo era “que los placeres fueran comunitarios, y no egoístas”, y daba especial importancia a la amistad y a la moderación. El filósofo griego “defendía los placeres naturales necesarios, como comer y dormir; los naturales innecesarios, como el sexo; y los que no se encuadraban en ninguno de estos dos, que eran los menos deseables”.

Algunos de los grandes pensamientos filosóficos no solo están presentes en nuestra sociedad, además están de moda. Es el caso del estoicismo, escuela fundada a principios del siglo III antes de nuestra era por Zenón de Citio. Estos filósofos pensaban que es posible alcanzar la libertad siendo indiferentes a lo material y a la fortuna, guiándonos solo por la razón y mostrándonos impasibles ante los acontecimientos negativos. Aunque la escuela tiene su origen en la Grecia helenística, llegó hasta el Imperio Romano de Marco Aurelio e influyó en el cristianismo. Uno de sus referentes fue Séneca (4 antes de nuestra era – 65), filósofo nacido en la ciudad romana de Corduba —hoy Córdoba—. No se puede decir que pusiera en práctica la renuncia a los bienes materiales: “Séneca, que era multimillonario, da consejos de estoico cuando él no lo fue mucho”, dice José Carlos Ruiz de su paisano, que fue senador bajo cuatro emperadores romanos y poseía 300 millones de sestercios, frente a los cinco que solía tener un senador medio. El profesor destaca que muchos estoicos sí tuvieron que resignarse a vidas menos acomodadas: “Epicteto (55-135), uno de los grandes estoicos, nació en Grecia pero fue vendido como esclavo en Roma, y defendía un ejercicio de contención constante en el que distinguía lo que depende de ti y lo que no. Un sabio debía ser emocionalmente resistente a la desgracia, y él lo fue”.

Fuente: EL PAÍS

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