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La línea dura de Trump contra la inmigración irregular lleva al partido de Kamala Harris hacia la derecha

La migración constituye un elemento clave en el discurso de Donald Trump desde 2016, cuando planteó la construcción del muro con México. Aun así, ahora más que nunca, la llegada a las principales ciudades de Estados Unidos de cientos de miles de extranjeros desde la primavera de 2022 condiciona las elecciones del próximo martes a un lado y otro del espectro político. El discurso republicano, que asocia a los migrantes con la inseguridad y los describe como vampiros de recursos escasos, como la vivienda o las ayudas para alimentos, ha arrastrado, y mucho, a los demócratas: la postura de Kamala Harris es hoy sensiblemente más dura que en la campaña de 2020. La relevancia que los votantes conceden a esta cuestión muestra, sin embargo, una brecha partidista: para el 90% de los republicanos registrados, la inmigración reviste “gran importancia”, frente al 68% de los independientes y el 50% de los demócratas, según un reciente sondeo de Ipsos/Langer para ABC News.

La imagen de caos y descontrol que proyectan los republicanos sobre lo que ocurre en ciudades demócratas como Nueva York, Chicago, Boston o Denver ha empujado a muchos políticos del partido de Harris a defender el sellado de la frontera porque a las zonas residenciales de las afueras llega ya el reflujo de centros desbordados. Frente al 64% del total de neoyorquinos que creen que la crisis ha empeorado en el último año, la mayoría de los habitantes de esos barrios residenciales la considera “muy grave”, según un sondeo de agosto de Siena College.

Con su conocida narrativa xenófoba, el mismo Trump reiteró el domingo su promesa de llevar a cabo deportaciones masivas de irregulares no lejos del kilómetro cero de la ciudad, Times Square, cuyo espacio, asegura, ha sido “tomado” por los sin papeles. A la Gran Manzana han llegado en dos años 210.000 extranjeros, fletados por los gobernadores republicanos de los Estados de la frontera para presionar al Gobierno federal. Chicago, Boston y Denver han recibido unos 50.000 cada una. Son el chivo expiatorio perfecto, víctimas propiciatorias en el altar de los votos, da igual de qué signo.

Migrantes llegan a una estación de autobuses en Chicago.

“La inmigración se ha convertido en una preocupación a nivel nacional, sobre todo por parte de los republicanos. El punto álgido fue después de diciembre, cuando la frontera alcanzó niveles récord. Pero ha seguido siendo alto, y así vemos a los republicanos particularmente preocupados, más incluso que en 2016, cuando Trump hizo de la inmigración un problema”, explicaba recientemente Lydia Asad, directora de Investigación Social de la encuestadora Gallup. “Unos y otros quieren que la gente entre en el país por medios legales, pero una vez que llegan, es donde se da la mayor división partidista: los republicanos a favor de devolver a la gente, frente a los demócratas e independientes, por lo que podríamos decir que la frontera es hoy un asunto mucho más candente que en 2016”.

Los datos que vinculan a los migrantes en situación irregular con la comisión de delitos desmontan las acusaciones de los republicanos, pero, aunque el número de entradas se ha desplomado en los últimos meses y la presión migratoria en Nueva York parece haberse estabilizado, la crisis presenta también un cariz de vergüenza propia: ha puesto de relieve las costuras de los servicios sociales y concretamente, de la capacidad del sistema de albergues de la ciudad, ya tensionado desde la pandemia. Personas sin techo locales e inmigrantes malviven en una pugna casi darwiniana por los escasos recursos públicos, mientras los políticos intentan sacar rédito de la situación. La actual crisis migratoria ha sido un factor añadido para el relato maximalista de los republicanos, mientras el oportunismo para adecuar la realidad al discurso, o viceversa, ha modulado el de los demócratas.

“La inmigración es un tema fundamental para los republicanos porque la crisis migratoria está estresando ahora a las comunidades de todo EE UU, no solo de los Estados fronterizos. A los demócratas les encantaría hablar de cualquier otro tema, pero les resulta difícil en medio de una invasión [sic] en la frontera sur”, explica el consultor político republicano Chapin Fay.

Natalia Méndez prepara comidas gratuitas para los migrantes Nueva York, en junio de 2024.

Más allá de la coyuntura, la crisis migratoria remite a un fenómeno estructural en una doble vertiente: enquistado en la particular geografía e historia de EE UU, en su pujanza económica como imán para sus vecinos, y, globalmente, en un problema mucho más amplio al que pocos países pueden sustraerse. “Ahora lo que más llegan son africanos, los venezolanos ya llegaron, están viniendo muy poquitos ya”, explica Natalia Méndez, cuya casa de comidas en el Bronx es una institución para los refugiados.

“A diario preparamos una olla de 100 litros de sopa para repartir. Cuando se acaba, si aún hay gente fuera, hacemos otra… Pero también tenemos peroles de 200 litros, incluso de 400”, explica Méndez, ella misma sin papeles pese a haber llegado a EE UU hace 30 años desde Oaxaca (México). Sus hijos, dreamers, la ayudan en la cocina y el reparto, “a veces también de ropa, porque llegan con lo puesto”.

Arreglar un “sistema roto”

Una de las promesas más repetidas de Harris cuando le preguntan por la frontera es “arreglar un sistema roto”. “El sistema migratorio está quebrado, pero no es de ahora, lleva quebrado muchos años”, abunda Méndez, remitiéndose a su propia experiencia familiar. “Nunca he podido regresar a mi país porque si salgo no podría volver acá. No puedo votar, pero no sabría decirle cuál de los dos candidatos es el más adecuado para arreglar este sistema, que necesita una reforma integral y justa: estamos hablando de seres humanos, de hermanos. Trump al menos viene avisando a voces de todo lo que pretende hacer, nadie puede llamarse a engaño”, explica Méndez, encogiéndose de hombros sobre la otra opción.

En la ciudad que se forjó a golpe de inmigración, el puerto de entrada a EE UU de millones de exiliados y desposeídos, Méndez dice haber visto llegar a “migrantes con los grilletes en los tobillos, los que les pone la migra [el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, en sus siglas inglesas), la temida policía fronteriza]”.

Aunque los demócratas sacan de media 39 puntos a los republicanos en el Estado de Nueva York, y nada hace temer una derrota, las posturas se acercan hasta casi tocarse. El tono duro frente a la inmigración ayudó al demócrata moderado Tom Suozzi a recuperar en febrero, en una elección extraordinaria que dio pistas sobre el modo de encarar la cita de noviembre, el escaño de la Cámara de Representantes que pertenecía al republicano George Santos, el fabulador que fue expulsado del Congreso.

La senadora demócrata Kirsten Gillibrand, que aspira a ser reelegida, ha dado la vuelta al guion de sus propios anuncios. En su día partidaria de disolver el ICE, ha gastado más de un millón de dólares en un anuncio en el que defiende multiplicar su dotación. Todo esto ocurre en Nueva York, una ciudad refugio que, por ley, debe ofrecer una cama a todo aquel que la necesita.

Un grupo de migrantes cruza el Río Grande de regreso a Ciudad Acuña para evitar ser deportado

Sobre el terreno, el escenario muta día a día: de los cientos de extranjeros acampados durante semanas en el aeropuerto de Boston, finalmente desalojados, al conveniente desvío de los autobuses repletos de migrantes que llegaban a Chicago para no empañar la celebración de la convención demócrata, en agosto, pasando por el cruce a pie de la frontera con Canadá de miles, en busca de mejores condiciones de vida. De la requisa de cientos de hoteles en Nueva York para alojar a los recién llegados, o la ocupación de la vía pública en torno a establecimientos desbordados, a la marea de irregulares —la inmensa mayoría, mujeres— cargando bebés a la espalda mientras venden golosinas en el metro.

Ya no lo hacen, por el refuerzo de la vigilancia en el suburbano y la intervención de los servicios sociales, pero ahora es fácil encontrárselas, cada dos cuadras, rodeadas de su prole, con una caja de cartón llena de chocolatinas como única fuente de ingresos.

Giordana, ecuatoriana de 43 años, pasa las tardes en cuclillas en una acera de Manhattan, con sus dos hijos y dos nietos, todos escolarizados. La mujer, que llegó hace seis meses, dice no poder aspirar a un trabajo convencional, con horario: “Los niños salen del colegio a las dos y alguien debe recogerlos y estar con ellos, no podemos pagar a nadie que los cuide porque lo que ganamos mi hija [la madre de dos de los menores] y yo no nos alcanza”.

A una cuadra de distancia, a la salida de un supermercado desde el que varios clientes se acercan para entregarles alimentos, una familia venezolana —padre, hijo, nuera y nieta, de un año, que cruzó el Darién con cinco meses—, pide ayuda. El padre, obrero de una azucarera estatal que huyó del país tras un conato de huelga, espera la tramitación del asilo para poder trabajar; los cuatro viven en un albergue (las familias tienen más fácil acomodo que los migrantes que viajan solos). “Salimos hace ocho años de Venezuela, estuvimos viviendo en Colombia y luego en Ecuador, de donde huimos por la violencia de las maras: una banda nos pedía que le diésemos dinero por dejarnos vivir en el barrio, en nuestro edificio mató a un vecino venezolano que se negó a dárselo”. Esperan los papeles para trasladarse a Pensilvania, donde tienen parientes ya establecidos.

Otros papeles, estos mojados, son los del ambicioso proyecto de ley bipartidista para “arreglar” la frontera —en realidad otra vuelta de tuerca a la seguridad—, cuya tramitación frustró por cálculo electoral Trump, y que los demócratas esgrimen, como oportunidad perdida, cuando sale a colación la cuestión. Un punto muerto legislativo que el incierto resultado de las urnas puede convertir en una ciénaga o en un infierno, los territorios más alejados de la promisión que tantos migrantes esperan cuando emprenden su viaje a ninguna parte.

Fuente: EL PAÍS

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