En marzo de 2007 presencié una conversación en la residencia presidencial de La Paz entre el presidente Evo Morales y su ministro de Economía, Luis Arce. Mientras miraba dos partidos de fútbol europeo en simultáneo, el Presidente le pidió un estado de situación del pedido de aumento salarial de maestros y trabajadores de la salud. Arce le contó que unos 500 maestros rurales trabajaban 120 horas pero cobraban 104.
—Dame una sugerencia, jefe—, le pidió el presidente.
—Se puede aumentar a 108—, contestó el subordinado con timidez.
—Ofréceles 106.
Morales luego fijó la estrategia de primero acordar con los rurales para que los urbanos se vieran obligados a ceder. Arce, como el resto de los integrantes del Gabinete, tenía cierto pavor a sus modos enérgicos, que podían derivar en arbitrariedades o salidas hacia el humor. En Arce, Morales veía un buen técnico. Cuando 10 años más tarde le pregunté durante un viaje en helicóptero por sus posibles compañeros de fórmula, lo descartó: dijo que el economista servía para la gestión, pero que no era político. En su narración de los grandes hitos de la presidencia –las nacionalizaciones, por caso- los políticos (llámese Morales) se habían impuesto a los técnicos, a los abogados y a los economistas (llámese Arce).
En esa primera etapa del gobierno Bolivia conoció un tiempo único de crecimiento económico, reducción de la pobreza, inclusión social y estabilidad en uno de los países más inestables de la región. Ese ciclo virtuoso empezó a truncarse cuando Morales llamó a un referéndum en 2016 para continuar en el cargo, luego desconoció el resultado adverso y forzó una nueva elección en 2019 que terminó con denuncias de fraude, movilizaciones masivas en su contra que desbordaron al llamado gobierno de los movimientos sociales y, luego, un golpe de Estado con acuartelamiento policial y pedido de renuncia de las Fuerzas Armadas.
En la ciudad de México, su primer destino como exiliado, Morales vio cómo su poder interno se licuaba y debió elegir un sucesor por primera vez. Pese a las resistencias internas, optó por Arce porque resaltaba los logros económicos de su presidencia, interpelaba a sectores medios urbanos extraviados del Movimiento Al Socialismo (MAS) y le garantizaba una lealtad personal. Meses más tarde, con la campaña en marcha en plena pandemia, el técnico empezó a autonomizarse del político y ni siquiera lo mencionó en su discurso inaugural: los nombres propios que eligió fueron los de su madre, el de su entonces esposa y el del líder socialista Marcelo Quiroga Santa Cruz.
Esa distancia entre ambos se fue amplificando casi a diario durante los siguientes tres años hasta convertirse en un conflicto abierto y descarnado: se han peleado por todo lo imaginado y se han lanzado gruesas denuncias. Morales acusó al hijo del Presidente, el ingeniero Marcelo Arce Mosqueira, de negociar vidriosamente con enviados de Elon Musk concesiones y difundió audios privados. Arce, en una conversación a solas, le advirtió que con la familia no podía meterse.
En las últimas semanas, el Gobierno de Arce ha reactivado viejas causas judiciales en contra de Morales y una denuncia por estupro y trata de personas que terminó con un pedido de detención contra el ex presidente después de que se negara a declarar alegando una persecución política. Cuando le preguntaron si había embarazado a una menor de edad pidió respeto por tratarse de un tema familiar -otra vez la familia- y enmarcó la acusación en el dispositivo gubernamental utilizado en su contra. Si Morales pudo captar el espíritu de una época cuando llegó al poder en 2006, no ha calibrado las implicancias actuales de esa denuncia, su propia respuesta y el rechazo social que ha generado.
Desde el lunes de esta semana, organizaciones sociales afines iniciaron un bloqueo de carreteras con algunos pedidos para que el gobierno de Arce revierta la actual crisis económica, aunque el 70% de la población, según una encuesta, cree que es para proteger a Morales de las denuncias judiciales.
El miércoles a la noche, el expresidente atendió el teléfono en un punto no identificado del Chapare, su bastión cocalero, en Cochabamba, el departamento del país donde los cortes son más efectivos. Clandestino y al mismo tiempo imposibilitado de moverse por los cortes que promueve, encontró tiempo para las minucias de la vida cotidiana. Esa mañana había hecho 1.500 abdominales (sí, 1.500) antes del amanecer y evaluaba suspender la cría de tambaquí el día siguiente (desde que volvió a Bolivia en 2020 produce ese pescado blanco) por el aguacero pronosticado. Arce -sostiene- se ha convertido en el peor presidente desde la recuperación de la democracia en 1982. Duro e intransigente, dice que no negocia con narcotraficantes ni corruptos ni drogos (el modo que tiene de referirse a los adictos a las drogas) del Gobierno y sólo queda batallar hasta el amargo final.
La razón de fondo del conflicto entre ambos es la candidatura presidencial de 2025. La ausencia de procedimiento democráticas internos para resolver el conflicto (y la candidatura) y los fallidos intentos de mediación internos y externos, que incluyó al Grupo Puebla, Luis Inacio Lula de Silva, Alberto Fernández y Nicolás Maduro, han llevado al inicio de la descomposición del partido que gobernó el país -salvo durante el año del interregno del gobierno de facto de Janine Añez– durante casi dos décadas. La puja entre ambos -señala el editor José Antonio Quiroga- es lo más próximo a lo que los peruanos llaman una muerte cruzada: los dos contendientes pueden liquidarse recíprocamente.
En la fallida presidencia de Arce pesó tanto el conflicto interno como sus magros resultados económicos y de gestión. Concluido un largo ciclo de precios internacionales sostenidamente altos que favorecían las exportaciones bolivianas, en particular de hidrocarburos, la escasez de divisas era cada vez más acuciante desde el inicio de la gestión Arce. El candidato que llegó a la presidencia como economista no consiguió destacarse en su materia: le falló la fórmula y se quedó sin trucos ni planes B. Aunque en el ejercicio del poder presidencial no abandonó la tranquila mansedumbre de la expresión ni sus palabras moderadas, fue implacable en su intento de imponer su candidatura con la idea de que su adversario interno recibía un irremontable rechazo social. Consciente ahora de sus casi nulas chances de reelegirse, procura evitar la candidatura de Morales que ha crecido en las encuestas desde julio en adelante en paralelo a su propia caída.
La postulación de Morales, sin embargo, está en un limbo legal por un fallo del Tribunal Constitucional Plurinacional que podría inhabilitarlo. De ser así, podría tener que recurrir a una nueva sigla partidaria. Pese a las denuncias, Morales retiene un núcleo duro, pero su techo es bajo: algunas encuestas señalan que 60% de la sociedad quiere votar a un candidato ajeno al partido de gobierno. Tiene un escollo también mayor: inspirar un programa de futuro. Está desgastado en la reiteración -la de su legado, de su nombre, de sus palabras, de sus recuerdos, de sus presidencias-; con el Chapare como nueva, vieja base; y una radicalización en todos los frentes -incluida la política exterior con la defensa irrestricta del régimen de Maduro- en un sentido contrario al que ganó la presidencia de 2005.
Morales forzará todos los límites -dice una de las personas que mejor lo conoce y más lo ha tratado en los últimos 20 años- para habilitarse como candidato y calcula que falta muy poco para que el gigantesco malestar social, real, asfixie a Arce y retroceda. En paralelo, deja que otros abran canales de negociación porque si los bloqueos fracasan quedará muy debilitado. Aún no se resigna a conseguir lo que parece imposible: que Arce vuelva a ser un buen técnico y que vuelva a obedecerle.
Fuente: EL PAÍS