Con 148 en el índice de calidad del aire, un nivel “dañino para los grupos vulnerables”, la ciudad boliviana de Santa Cruz de la Sierra vive, como cada año en esta época, un tiempo “irrespirable”. Hay 30 incendios activos en la región que lleva el mismo nombre que su capital, especialmente en los municipios de San Ignacio, San Matías y Concepción, que forman parte de una zona llamada Chiquitania. Más de un millón de hectáreas han sido calcinadas por el fuego en los últimos dos meses. Si se cuenta a Bolivia en su conjunto, han sido más de dos millones.
La causa de los incendios y de la polución son las quemas provocadas que sirven para preparar los terrenos para la siembra, el llamado chaqueo, que muy a menudo se salen de control. Las aviva la temporada de vientos que coincide con la época de siembra, así como la sequedad del bosque chiquitano.
En Santa Cruz se asienta la mayor parte de la agroindustria boliviana. Los cultivos, que en 80% son de soya y caña de azúcar, han pasado de 260.000 hectáreas en los años ochenta a alrededor de tres millones en la actualidad, 11 veces más, y la presión por seguir ampliando la frontera agrícola continúa. En ello coinciden la élite de la región, que en otros temas es fuertemente opositora, y el Gobierno nacional, que en sus planes tiene un aumento de los cultivos y las haciendas ganaderas de hasta 13 millones de hectáreas en todo el país Lo sustentable, según las organizaciones ambientalistas, ronda las ocho millones de hectáreas. El Gobierno está impulsando además la producción de combustibles agrícolas, biodiésel y etanol, para enfrentar la crisis energética que sufre el país por la debacle de su industria petrolera en los últimos años.
En 2021, casi 11 millones de hectáreas tenían uso agropecuario en Bolivia. Esto representaba 291% más territorio dedicado a la producción que en 1985. A consecuencia de este crecimiento, Bolivia es uno de los países con mayor deforestación del mundo: pasó de tener 63 millones de hectáreas de bosque en 1985 a 55 millones de hectáreas en 2022. El 79% de la deforestación ha ocurrido en Santa Cruz.
El ritmo anual de tala y quema de árboles se ha incrementado en los últimos años. Entre 2020 y 2022, se perdieron 800.000 hectáreas de bosque en todo el país. Y, según la institución Mapbiomas, solo en 2023 desaparecieron 1,85 millones de hectáreas de bosque y vegetación no boscosa, un récord absoluto. Existe una relación directa entre deforestación e incendios que comienzan en las parcelas agrícolas y que, contagiándose a los bosques, refuerzan la pérdida de cobertura vegetal que sufre el país.
Desde hace décadas, la población boliviana protagoniza un retorno al campo, que se verifica sobre las tierras más fértiles del país. Parte de las políticas nacionales y regionales que promocionan este movimiento son las llamadas “normas incendiarias”, que autorizan que cada familia “desmonte” o limpie el terreno en hasta 20 hectáreas para realizar sus actividades productivas o, en algunos casos, simplemente para probar que sus dueños poseen efectivamente la tierra. Estas normas se llaman así porque, en los hechos, “desmonte” es sinónimo de “quema”.
La polarización política nacional rebrota en este punto: los gobernantes y dirigentes de Santa Cruz le echan la culpa de los incendios principalmente a las “normas incendiarias” y a la migración de campesinos pobres provenientes de las montañas que se asientan en las “tierras bajas” y, supuestamente, no saben actuar en un territorio arbolado.
En este momento, las organizaciones no gubernamentales ambientalistas, con el respaldo de las instituciones cruceñas, reclaman por la reciente decisión del Gobierno de Luis Arce de transformar 220.000 hectáreas de la reserva forestal de El Chore en un “área de manejo integrado”, es decir, en los hechos, en un territorio para cultivos agrícolas. Según Gonzalo Colque, investigador de la Fundación Tierra, esta decisión respondió a la presión de los campesinos del occidente del país, que forman parte del oficialismo boliviano.
Al mismo tiempo, las poderosas organizaciones agropecuarias apoyan que haya una mayor ampliación de la frontera agrícola para producir caña y soya para agrocombustibles. Esta es una de las respuestas del Gobierno a la escasez de diésel y gasolina que sufre Bolivia desde que, en febrero de 2023, se volatilizaron las reservas de dólares del país y comenzaran, entonces, las dificultades para importar combustibles.
Los agroindustriales, que son el segundo sector privado más exportador del país, solo por detrás de los mineros auríferos, están intentando aprovechar la posición en que los pone su posibilidad de obtener dólares para lograr la legalización por parte del Gobierno del uso de semillas transgénicas, que la izquierda boliviana ha tenido prohibidas hasta ahora. También respaldan un decreto del expresidente Evo Morales que cataloga Santa Cruz y a la vecina región del Beni como de transición entre bosques y cultivos agropecuarios.
Según los ambientalistas, estas políticas favorables al agronegocio conducen a lo mismo que hacen los campesinos: al desmonte por medio de quemas controladas que suelen descontrolarse y, por tanto, a la depredación ambiental estructural que enfrenta Santa Cruz y que se resume en la polución que cada año, en esta época, asfixia a su capital.
Fuente: EL PAÍS