Tan solo habían transcurrido 11 minutos del primer debate electoral de la campaña estadounidense cuando Joe Biden se perdió en su abismo. Se quedó congelado durante los 10 segundos más largos de su larga vida política, mientras a su lado Donald Trump miró por primera vez a su contrincante, a quien se había negado a dar la mano. Uno de los moderadores de la CNN, Jake Tapper, le retiró entonces la palabra al presidente de Estados Unidos en un acto casi de clemencia. Los 51 millones de telespectadores de un cara
a cara llamado a ser decisivo en el resultado en las urnas en noviembre no solo fueron testigos de un momento para la historia de los debates presidenciales; también pudieron comprobar el jueves pasado en directo las dificultades para terminar una sencilla frase de un hombre de 81 años que quiere desempeñar durante otros cuatro el oficio más difícil del mundo.
El desastroso papel de Biden, que se había preparado durante una semana para el gran día, provocó una onda expansiva que traspasó las fronteras estadounidenses. Causó inquietud entre las cancillerías extranjeras y desató el pánico entre votantes, estrategas, donantes, tertulianos y políticos demócratas, muchos de los cuales empezaron a expresar sus dudas en público por primera vez desde que hace casi dos años las sospechas sobre las capacidades físicas y mentales del candidato se colocaron en el centro de debate. También, entre las principales preocupaciones de los estadounidenses reflejadas en las encuestas.
Los medios liberales se sumaron en un coro de voces, con un severo editorial de The New York Times publicado el viernes al frente, que pedían que el candidato se hiciera a un lado para dejar paso a alguien capaz de vencer a Trump, primero, y de cumplir con las obligaciones del cargo, después. Tras el duro puñetazo del Times, un texto titulado Si quiere servir a su país, el presidente Biden debería abandonar la carrera, resonaron los ecos del famoso discurso sobre la guerra de Vietnam de Walter Cronkite, tal vez el periodista más universalmente respetado de la historia de Estados Unidos, que, cuenta la historia con tintes de mito, empujó a Lyndon Johnson a no buscar su reelección en 1968. Los presidentes en ejercicio casi nunca renuncian a postularse para un segundo mandato, que es lo que ahora le piden a Biden. Solo Johnson y Calvin Coolidge, en 1928, tomaron esa decisión en el siglo pasado.
En ese simulacro cosmopolita que es la ciudad de Washington, el papel de Biden en el debate de Atlanta también protagonizó al día siguiente del cara a cara informes y reuniones de urgencia, según confirmaron fuentes diplomáticas. Un alto funcionario de la Embajada de México, que cuenta con la mayor representación consular en la capital, resumió la “preocupación” con la que siguen “la nueva fase en la que el jueves entró la campaña estadounidense”.
Ese escenario inexplorado enfrenta a un aspirante cuyo equipo lleva meses negando que tenga problemas de agudeza mental ―y lo sigue haciendo pese a las abundantes pruebas en contra― con un candidato republicano, delincuente convicto, que durante el debate mintió o exageró más allá de lo admisible en una personalidad narcisista como la suya. Lo hizo al menos en 30 ocasiones (por nueve de Biden).
Al expresidente, que ya ni se esfuerza por ocultar los planes autárquicos que tiene preparados para su segunda vuelta, le bastó un encogimiento de hombros durante el debate ante la pregunta de si sacará al país de la OTAN para alimentar la ansiedad de sus aliados del otro lado del Atlántico. Arremetió contra la ayuda de la Administración de Biden a Ucrania, se jactó de que, bajo su presidencia, Estados Unidos “no estaba en ninguna guerra” en el exterior, pidió “dejar que Israel termine con Hamás” y prometió que las tensiones geopolíticas se esfumarán con él en el Despacho Oval. “Si tuviéramos un verdadero presidente, al que [el ruso Vladímir] Putin respetara, nunca habría invadido Ucrania”, dijo. Es obvio que la imagen de debilidad de Biden que Trump y los suyos alimentan interesadamente salió reforzada tras el debate y que eso acerca la opción de ver al magnate en la Casa Blanca, y con ella el reforzamiento de la pinza populista iliberal en el mundo mientras Europa asiste al ascenso de la ultraderecha.
En clave interna, Estados Unidos despertó el viernes con la sensación de que el país camina sonámbulo hacia un desastre en cámara lenta, preso de la impotencia y la ansiedad de saberse atrapado entre dos candidatos que no contentan a casi nadie (el grupo de los double haters, votantes que los odian por igual, ya roza el 20%). Dos hombres a los que unen dos cosas: su avanzada edad (Trump acaba de cumplir los 78) y que ambos consideran que el otro es “el peor presidente de la historia”. La resaca de la debacle de Atlanta también subrayó la frustrante sensación de que todo está pendiente del puñado de indecisos de un manojo de Estados bisagra que decidirán las elecciones más cruciales de su historia reciente.
Lo de Trump parece no tener vuelta atrás. Faltan 20 días para la Convención Republicana, de la que saldrá aclamado como el escogido de un partido que le dio la espalda tras el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 y que, nadie alcanza a entender exactamente cómo, ha logrado poner a sus pies de nuevo.
Los que piden una renuncia de Biden han revisado en las últimas 48 horas las normas del Comité Nacional Demócrata para concluir que esta solo será factible si él mismo tirara la toalla antes de su convención en Chicago, cuya celebración está prevista del 19 al 22 de agosto. El presidente ofreció el viernes una imagen mucho más enérgica en un mitin en Carolina del Norte y en un acto de recaudación de fondos en Nueva York. Lanzó dos mensajes: que lo del jueves solo fue “una mala noche” en el peor día posible y que no se estaría empeñando tanto si no estuviese seguro de que es “capaz de hacer el trabajo”.
Lo contrario supondría admitir que lleva meses pecando de lo que acusa a su rival: pensar solo en sí mismo y no en salvar, quitándose de en medio, a la democracia estadounidense, seriamente amenazada por un posible regreso de Trump a la Casa Blanca, según consideran Biden y también todos los que ahora piden su relevo. Muchos demócratas culpan estos días en conversaciones privadas al equipo que rodea al presidente de ocultar una realidad incómoda bajo la alfombra y se preguntan si no ignoraron durante demasiado tiempo las señales del declive de su líder; no hay que olvidar que antes del debate estuvo el alarmante informe del fiscal especial que investigó su manejo de documentos secretos de sus tiempos como vicepresidente.
Sus asesores más cercanos aseguran que solo hay una persona capaz de convencerlo, la primera dama Jill Biden, que trató de minimizar la debacle de Atlanta y no se ha despegado de él desde entonces. Esforzada en proyectar una imagen de confianza y de normalidad, su estrategia pasa por hacer ver al mundo la injusticia de reducir los tres años y medio de su marido en la Casa Blanca a una penosa actuación de 90 minutos.
El candidato también ha recibido el apoyo público de pesos pesados del partido, incluidos Barack Obama y algunos de los llamados a sustituirlo llegado el caso, desde la vicepresidenta Kamala Harris, hasta el gobernador de California, Gavin Newsom. Para algunos analistas, se trata de la expresión de un irresponsable pacto de silencio. Para otros, un inevitable ejercicio de pragmatismo político: ¿es realista pensar en sustituir al candidato a estas alturas, o todo este fenomenal ruido solo está contribuyendo a inclinar la balanza de los indecisos del lado republicano?
El problema no es el tiempo, opina el historiador presidencial de la Universidad de Virginia Russell Riley, porque “cuatro meses [los que quedan hasta las elecciones] es una eternidad en la política estadounidense”. “No le va a ser fácil revertir la situación, pero todo es posible”, considera Riley. “El ‘pánico’ de hoy será mañana literalmente la noticia de ayer, y lo único que sabemos con certeza sobre los votantes estadounidenses es que su capacidad de atención es extremadamente baja y que sus memorias tienen corto alcance”.
El profesor de Georgetown Alfred Kazin, autor de la más completa historia del Partido Demócrata, no ve factible que cambien a Biden en la convención, ni que esta vaya a ser “abierta”, como lo fue la de 1968, también en Chicago, tras la renuncia de Johnson. “Biden tiene el apoyo incluso de los demócratas progresistas, como Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez”, advierte. Y si algo demuestra el libro de Kazin sobre la formación es que esta es una amalgama que, a la manera de Whitman, contiene multitudes: desde los progresistas y liberales tradicionales, a las facciones cercanas a la socialdemocracia y los votantes minoritarios más conservadores. Uno de los aciertos de Biden ha sido unir bajo su paraguas a todos esos grupos, y no está claro que ninguno de los candidatos que suenan para sustituirlo sea capaz de cosechar ese consenso antes de noviembre y en mitad de las tensiones que han creado entre los suyos el apoyo a Israel y la defensa de la causa palestina. “Es obvio que una convención caótica les pasaría factura en las urnas”, considera Kazin.
Otro de los argumentos de quienes apoyan que Biden siga es que los malos debates no necesariamente hacen perder elecciones, pero hasta ellos reconocen que el presidente perdió algo más que el hilo en esos 10 segundos durante los que se quedó congelado. La pregunta del millón ahora en Estados Unidos y en el mundo es si ese momento televisivo quedará en un embarazoso percance o si marcará el principio del fin de la era Biden. Como suele pasar con las preguntas del millón, esta también carece de momento de respuesta.
Fuente: EL PAÍS