Para enfrentarse a las crisis que nos atraviesan hemos de huir de los discursos extremos y buscar un equilibrio entre el derrotismo y la fe en la tecnología
Lo mejor y lo peor que tiene el futuro es que está en el futuro. Nos consuela cuando lo que se avecina es oscuro, pero estamos deseando que se vuelva presente si lo que nos espera es agradable. En cierto modo, los seres humanos somos uno de los pocos animales que logra vivir entre tres mundos, eternamente partido entre lo que ha sido, lo que es y lo que será. Y, posiblemente, seamos el que pasa más parte de su vida explorando el futuro. El cambio climático, la inteligencia artificial, la pérdida de biodiversidad, la crisis energética, la sobrepoblación… problemas que empiezan a asomar las orejas, pero que, en sus formas más monstruosas, habitan el futuro.
De esa obsesión nacen todo tipo de corrientes radicales, algunas que auguran el fin de la humanidad, de la vida y de los mismos tiempos, otras que depositan toda su fe en el avance tecnológico, como si fuera una suerte de redención a todos nuestros pecados. Entre unos y otros hay toda una escala de grises por la que nos paseamos la silenciosa mayoría de humanos, con opiniones demasiado cautas como para captar la atención de los medios, conviviendo con el desasosiego que nos produce no saber a ciencia cierta si a nuestros sucesores les espera el cielo o el infierno en la Tierra. Este artículo no tiene como propósito aliviar esa carga, ni siquiera en un microgramo, todo lo contrario, es hora de que reconozcamos el valor de la angustia.
Las dos caras de Casandra
Es posible que hayas oído hablar del síndrome de Casandra. Ese que, evidentemente, hace referencia a Casandra, una de las princesas de Troya que habiendo predicho el agorero desenlace de su guerra contra Grecia, alertó a sus compatriotas para encontrarse con la más descorazonadora de las indiferencias. Nadie creía el aparente catastrofismo de Casandra y por eso nos referimos a ella para hablar de esas situaciones en las que una desgracia nos toma de improviso porque no hemos escuchado a quienes la veían venir.
Sin embargo, este síndrome tiene otra cara de la que hablamos poco. Porque cuando sentimos que se avecina un desastre y asumimos que éste es inevitable nos entregamos al nihilismo, ya sea por su gravedad o porque el mundo no piensa escucharnos. Conciliamos nuestra ansiedad anticipatoria con el derrotismo y escondemos los problemas bajo la alfombra de la indiferencia para olvidar la disonancia cognitiva que nos atormenta. Eso es, en cierto modo, lo que ocurre con los abanderados del apocalipsis. Aquellos que llenan sus discursos con certezas sobre un futuro ominoso e inevitable. ¿Para qué luchar contra él? ¿Cómo enfrentarse a algo que nos supera por completo?
Un optimismo suicida
Aristóteles decía muchas cosas y unas pocas de ellas siguen vigentes. Entre sus muchas y muy erradas especulaciones sobre este mundo, tuvo razón al enunciar que la virtud está en el punto medio. Hay excepciones, por supuesto, pero si lo pensamos tiene todo el sentido del mundo. Es raro que exista una cualidad que pueda extremarse sin que por ello acarré ciertas contrapartidas. Sabemos que la inteligencia es un marcador de éxito social pero solo hasta ciertas cotas, a partir de las cuales puede funcionar a la inversa. Y en este caso ocurre lo mismo, ni es bueno entregarse al nihilismo de saberse derrotado, ni es bueno darse por vencedor antes incluso de que empiece la contienda.
Hablamos de esos optimistas patológicos que depositan todas sus esperanzas en el progreso humano, una tendencia que han considerado prescriptiva sin serlo porque, aunque nos sorprenda, puede haber civilización sin progreso y el desarrollo tecnológico no siempre nos empuja hacia adelante. O, mejor dicho, no nos empuja hacia adelante en todos los aspectos sociales que consideramos relevantes. Ya sugería Neil Gaiman que habíamos sustituido a los antiguos dioses por una extraña fe en la tecnología, y parece que tenía razón.
¿La solución al problema climático? Para algunos parece que no pasa por reducir nuestras emisiones y esperan que las modernas tecnologías de captación de dióxido de carbono nos saquen del apuro. Y es que, tras esta confianza ciega se esconde, a veces, la indolencia. Mentalizarnos de que la solución no pasa por nosotros es una manera de vivir más tranquilos, sin duda, pero también una irresponsabilidad. Es, en pocas palabras, un optimismo suicida.
Los gurús del presente
Parece mentira que dos extremos tan débiles hayan ganado tanto predicamento en nuestro tiempo, pero en una época de consumo ultrarrápido, no hay profundidad que valga. Nos deslizamos por los reels y tiktoks a la velocidad del trueno y, con suerte, nos quedamos con alguna que otra frase que, por lo general, es más estética que certera. Ni tenemos ni buscamos el tiempo para rascar un poco bajo la superficie y descubrir que, tras el entusiasmo desmesurado por las nuevas tecnologías hay una fe peligrosa y que, tras los gritos de “apocalipsis” hay una aproximación muy poco fructífera al problema.
Hablaban hace poco en algunos medios sobre el “largoplacismo radical”, una corriente filosófica que prefiere desconectarse del presente para vivir en el futuro, donde las crisis que atravesamos han sido superadas por la todopoderosa tecnología. Sus representantes son profesores de filosofía en Oxford, y sin duda han desarrollado toda una compleja arquitectura de excusas y justificaciones para ignorar los problemas del presente manteniendo la cabeza alta (más incluso que el resto de los mortales).
Sin embargo, los verdaderos expertos en cada una de esas crisis parecen discrepar y piden que tomemos medidas ya. Porque todavía tenemos capacidad de acción, aunque sea para suavizar los problemas. No podemos esperar que la solución llegue en un futuro y mucho menos sin que nos cueste algunos sacrificios individuales. Creer lo contrario es lo que conocemos como “tecnooptismo”, y puede convertirse en el mayor “coste” de las nuevas tecnologías.
La humanidad coja
Vivimos en un periodo convulso, en gran medida por la velocidad a la que se están produciendo los cambios sociales, cada vez más acelerados por el vertiginoso avance de la ciencia y la tecnología. Nos lamentamos con frecuencia de la lentitud con la que se legisla y lo que le cuesta a la ética orientarnos en estos nuevos problemas del presente. Y tenemos razón, pero solo en parte, porque en cierto modo, esas dos velocidades tan desiguales tienen que ver con nuestras prioridades, con cómo hemos apostado todo al caballo del progreso científico-tecnológico y con cómo hemos olvidado que también necesitamos de un progreso axiológico apoyado por ciertas garantías legales.
Ahora mismo, el “progreso” de nuestra civilización avanza cojo, con una pierna mucho más larga que la otra y: o encontramos la manera de hacer crecer inmediatamente el miembro atrofiado o nos paramos un rato. Porque con esta cojera el avance se parece más a uno de esos traspiés donde aceleramos el paso para ralentizar un batacazo que, sin duda, nos acabaremos dando.
Fuente: LA RAZÓN ESPAÑA