Los bancos de la Plaza de los Estudiantes de Cartagena están ocupados esta noche de un viernes de febrero. En uno, varios jóvenes beben latas de cerveza. En otro, un hombre parece estar esperando a alguien. En el más escondido, se sientan tres mujeres mirando al frente. A la policía esa tercera escena le incomoda y cuatro agentes se acercan para obligarlas a ponerse de pie. Dos de las jóvenes se levantan de un salto, pero la última habla por teléfono sin inmutarse hasta que un policía la agarra. La mujer se revuelve, grita y bracea. Desde enero, la lucha contra la explotación sexual en el centro histórico obliga a las prostitutas a no pararse nunca. Policías en moto las dispersan haciendo sonar sus sirenas. El plan para sacarlas del epicentro de la ciudad más turística de Colombia pasa por hacerlas circular. Son las eternas caminantes de la noche.
Casi a rastras, la mujer del teléfono es trasladada hasta la comisaría. Este viernes dormirá en prisión mientras, cuentan las compañeras, sus hijos menores amanecerán solos en casa. Las otras dos mujeres se pierden por la calle del Candilejo lamentando su mala suerte. En realidad solo hace unas horas que se conocen. Una de ellas se traslada desde Bucaramanga a Cartagena unos días cada dos meses para ganar en la calle el dinero con el que mantener a su hija y tiene muy clara cuál es la regla de oro: “Siempre trato de ser invisible porque para la policía nosotras no somos nada”. Hace cinco años que llegó a Colombia desde Venezuela, tiene 24 y esta es su única fuente de ingresos.
Para el nuevo alcalde Dumek Turbay, el plan bautizado Titán 24 para el “restablecimiento del orden público” está resultando un éxito. El cierre de numerosos locales y el asedio policial han reducido visiblemente la prostitución en el centro de la ciudad. El secretario del Interior, Bruno Hernández, explica con orgullo que la pasada Semana Santa, Cartagena recibió un turismo “familiar, religioso y deportivo”, aunque reconoce que la prostitución ni desaparece ni se erradica, simplemente se traslada a otras zonas donde es menos visible. “Las peladas [una forma de referirse a las jóvenes en Colombia] cuentan que en una noche pueden hacer hasta cinco millones de pesos [1.200 euros], no hay ningún trabajo que se equipare a eso”, razona el funcionario.
La imagen de un estadounidense entrando en un hotel de Medellín con dos adolescentes hace unas semanas dio la vuelta al mundo como un escándalo intolerable, pero la escena se repite a diario en lugares como esta ciudad caribeña partida en dos por la desigualdad. Sobre los clientes o explotadores se ha hablado mucho, pero la realidad más dramática la ponen esas mujeres o niñas que nacen marcadas con las heridas del racismo, la marginación y la necesidad de todo. Esas que tienen prohibido sentarse en un banco del parque porque afean la postal idílica que quiere vender la ciudad colonial.
Más allá de la Cartagena de las fachadas de colores, los balcones de jazmines y las calles adornadas con variopintos banderines que los visitantes suben a Instagram hay un mundo de pobreza. Un 43% de una población de casi un millón de habitantes con problemas más profundos que la estética urbana del centro. Víctimas de la segregación, la violencia o el hambre que viven en los márgenes de la sociedad y que, en algunos casos, encuentran en la prostitución la única forma a su alcance de integrarse en una ciudad que gira alrededor del turismo y parece haberse olvidado de ellos.
Fuente: EL PAÍS