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La batalla entre las 600 amantes de Mussolini

Por la Sala del Mappamondo, del Palazzo Venezia, pasaron centenares, pues el Duce tuvo una vida sexual frenética y promiscua

Quinto Navarro salió de la casa. Cerró con cuidado la puerta. No hacía mala tarde en Predappio, en la Emilia Romaña. Encendió un cigarrillo y fue calle abajo. No le había dejado buen cuerpo la visita a Rachele Guidi, la viuda de Benito Mussolini. Su casa era miserable. Ni una pobre pensión para una de las esposas del Duce. «Al menos, ella estaba viva», pensó Navarro. Ida Dalser, la otra esposa de Mussolini, lo pasó peor. Recordó entonces la veces que Ida se había presentado en la residencia presidencial con el hijo de la mano para reclamar su puesto. Ay, esa bigamia del Duce no fue buena idea. Para entonces Benito ya se había casado con Rachele y tenía otro niño. «Se portó muy mal», dijo Navarro entre dientes mientras tiraba la colilla al suelo. El líder fascista metió a Ida en un manicomio, y al chico lo dejó morir de hambre en un asilo de Limbiate, en Lombardía. No estaba muy orgulloso de su trabajo. Navarro había sido chófer, secretario y hombre de confianza de Benito Mussolini. «Cuánto tiempo empleado en satisfacer la vida sexual del Duce», pensó. Todos los días llegaban cientos de cartas de mujeres que querían conocer en persona al dictador. Navarro había dispuesto un grupo de funcionarios que distribuían la correspondencia en dos grupos. Uno con las féminas que ya conocía, y otro con las nuevas. Luego la policía investigaba a las candidatas más ansiosas. Navarro recordaba a Mussolini pasando fotos, como si fuera un catálogo.

Las elegidas eran llevadas a la Sala del Mappamondo, del Palazzo Venezia. Era la habitación favorita del Duce. Había hecho colocar una enorme mesa junto a la chimenea, encima de una alfombra. Sin quitarse las botas, las poseía allí mismo, con rapidez, como si firmara una declaración de guerra. Ellas quedaban agradecidas, y él no volvía a verlas. «Bueno, a alguna sí», reconvino Navarro. Si el Duce quería repetir iban a la Sala dello Zodiaco, más íntima y colorida. «Por allí debieron pasar unas 600 mujeres», conjeturó el secretario del dictador.

La actividad sexual de Mussolini era frenética. «Tuve que comprar un afrodisíaco», pensó Navarro. Le costó encontrarlo. Llegó incluso a consultar aquel libro famoso sobre estimulantes masculinos de ese médico judío, aquel tipo, el defensor de los homosexuales. «¿Cómo se llamaba? Sí, ese que escapó de los nazis», barruntó Quinto mientras buscaba el coche que le iba a recoger. «Ah, sí. Magnus Hirschfeld», concluyó. «Encontré Hormovin. Lo tomaba todos los días. Qué cambio. Tecnología alemana». Ja. Navarro sonrió un momento y se metió las manos en los bolsillos. «Fue Clara Petacci la más interesada en el tema. En cuanto ganó la batalla entre las amantes del Duce –recordó–, consiguió que su tío le enviara las dichosas pastillas vigorizantes».

Guerra sexual

Petacci llevó mal la promiscuidad de Mussolini. No soportaba a Rachele Guidi, la legítima. Cada vez que «Ben», como le llamaba en la intimidad, yacía con su esposa, reventaba de celos. «Pero acabó ganando la guerra sexual», pensó de nuevo Navarro. Desplazó a Margherita Sarfatti, esa intelectual judía que escribía los discursos del Duce, que instruía a los redactores de «Il Popolo d’Italia», el periódico del partido. «¿A dónde se exilió Sarfatti tras las leyes raciales de 1938? Espera. Sí. A Buenos Aires. Vaya jugada de Petacci», recordó Quinto al tiempo que abría las puertas del un Fiat 1400.

«Buenas tardes, señor, dove andiamo?», preguntó el taxista. «A la estación de Fiorì, por favor», contestó Navarro. El automóvil se puso en marcha. «Petacci las desplazó a todas –siguió recordando–. Se quitó de enmedio a Bianca Ceccato, la chiquitina, una cría de 19 años. Y a Romilda, que tuvo un hijo con el Duce. Y después a Alice de Fonseca, que le dio otros dos niños. Cuántas estuvieron en las manos de Mussolini, mamma mía». Por su mente pasaron muchos episodios cómicos y grotescos, de perversión, propios de un cabaret barato. No estaba seguro de si el Duce tuvo un lío con María José de Bélgica, la esposa del rey Humberto. Ella fue antifascista, pero Benito era tan fanfarrón que cualquiera sabe.

«¿Le ha gustado Predappio, señor?», preguntó el taxista sacando a Navarro de sus recuerdos. «Sí, claro», contestó. «Ahora la gente no dice nada y prefiere callar –siguió el conductor–, pero en este pueblo nació Benito Mussolini, ¿sabe? La llamaban la Città del Duce. Hoy nadie quiere saber ni pío de aquello». Navarro asintió con la cabeza y volvió a mirar por la ventana. «¿Se acuerda usted de los tiempos de Mussolini? Estábamos todos locos», soltó el taxista. «No lo sabe usted bien, amigo», contestó Quinto con una media sonrisa.

Fuente: LA RAZÓN ESPAÑA 

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