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Nueva York: un eclipse parcial que resultó casi total

Miles de personas se concentran en Central Park para contemplar la desaparición del sol, en un día soleado pese a las previsiones meteorológicas

La luna se merendó el sol esta tarde, con avidez desvergonzada para rebañar el plato. La circunferencia del astro rey quedó opacada por obra y gracia del eclipse solar incluso en la ciudad de Nueva York, donde el fenómeno era sólo parcial, por su lejanía de la franja de oscuridad total que cruzó EE UU de sureste a noroeste. El fundido a negro del cielo, con levísimos bordes anaranjados que cambiaban de lugar como si quieran circunscribir la presencia ausente del sol, maravilló a los miles de personas congregadas en el Great Lawn de Central Park, la explanada que acoge conciertos y otras manifestaciones multitudinarias. Aunque el recinto no estaba hasta la bandera -algo más de medio aforo, pues era un día laborable y muchos no habían terminado aún sus quehaceres-, una multitud ansiosa gritó, aplaudió y hasta vitoreó la desaparición del sol bajo la sombra imponente de la luna. Y luego, da capo, el restablecimiento tímido de sus bordes.

Parviz, un estudiante de Columbia originario de Bombay, bromeaba sobre el significado ulterior del eclipse para un parsi como él. “Mi religión honra el fuego, y no sé si será de buen augurio asistir al ocultamiento del sol, que lo simboliza”, decía entre sonrisas de media luna y unos dientes blanquísimos, mientras el gajo de sol que dejó la luna aparecía y desaparecía de la vista. “No obstante, y con lo aficionados que somos a la astronomía los indios, esto no me lo podía perder, aunque haya tenido que faltar a dos clases. Ha merecido la pena, sin duda. Luego ya me echarán la bronca mi abuela y el astrólogo de la familia”. Más risas.

No lejos, Emre Connors, iraní radicada en la Gran Manzana tras la revolución de 1979, esgrimía parecidos motivos. “Esto no es sólo un fenómeno natural, tiene una trascendencia espiritual y esotérica, al menos para mí y para todos los que reivindicamos nuestras raíces zoroástricas. Pero ya ve a mis nietos”, decía con gesto de resignación mientras señalaba a dos ruidosos preadolescentes, cien por cien estadounidenses, que gritaban y bramaban a unos metros de distancia: “Para ellos es puro espectáculo, la escena de un telefilme o un videojuego, nada más”.

Provistos del kit completo del campista (bicis, mantas de fondo impermeable, pues el césped acusaba las abundantes lluvias de la semana pasada; litronas de contenido imposible y las preceptivas gafas protectoras), miles de neoyorquinos, muchos de ellos extranjeros a juzgar por la babel de acentos, se resistían a abandonar el Great Lawn pese a haberse producido el eclipse: como si relamiera los bordes del plato, gajitos del sol recorrían la esfera como intentando recuperarse de la invasión lunar y delimitar su lugar. Salvas de aplausos rompían periódicamente la serena algarabía de la masa.

Pero no hacía falta acercarse a Central Park, máxime teniendo en cuenta que las previsiones meteorológicas anunciaban un cielo nublado y cubierto por completo a las tres de la tarde, la hora del eclipse. Cualquier azotea, incluso las aceras con acceso a un pedazo de cielo -algo difícil en Nueva York, la ciudad sin horizontes- bastaban para que los ciudadanos establecieran esa peculiar comunión con el cielo. Las gafas protectoras, distribuidas gratuitamente en estaciones y la red de bibliotecas de la ciudad desde el 29 de marzo, se habían agotado en los últimos días, pero todo el mundo parecía bien provisto, también el conserje de una finca de Upper West Side, que, asomado a la cancela, se maravillaba de la vista. “Me da igual que llamen a portería los vecinos, que se esperen un poco, esto es un momento histórico y no voy a volver a verlo”, decía Joe, el súper (mánager) de una señorial finca.

Aunque en Nueva York hay quorum para cualquier actividad, por imprevista o peregrina que sea, por una vez Central Park fue la excepción, y no la regla. El pulmón verde de la ciudad, el ágora de los neoyorquinos, se quedó hoy sin evento organizado para contemplar el eclipse parcial (del 90%) con que el Departamento de Parques del Ayuntamiento conmemoró la efeméride. Fue el único gran parque de la ciudad donde no se organizó una contemplación colectiva, pero la querencia de los urbanitas por SU parque se cobró con creces el desprecio oficial.

Por eso muchos de los habituales del lugar no se sumaron al éxtasis colectivo. Simon Schumann, un vecino de Upper West Side y paseante habitual del parque, caminaba con Raff (“con dos efes”), un bichón maltés al que su humano había atado unas gafas de sol infantiles con una cinta. El animal cabeceaba con insistencia para sacudírselas, pero Schumann explicaba que, si además de husmear y humillar el hocico como suelen los de su especie, a Raff le daba por levantar la vista, quería que lo hiciera debidamente protegido (él, sin embargo, no lucía anteojos). “Todo el mundo nos advierte de los riesgos de mirar al sol sin protección; supongo que para los animales es lo mismo, ¿no crees? ¿Tú tienes más información?”, preguntaba con interés mientras Raff centrifugaba la cabeza como un endemoniado. Imposible hacerle una foto: todas movidas.

Los cinco actos organizados en sendos parques de cada uno de los condados eran gratuitos, una excepción en esta ciudad para millonarios. También lo fue una actividad guiada por astrónomos en el hermoso cementerio de Greenwood, en Brooklyn, que agotó el cupo de pases al minuto de repartirse. Muchos neoyorquinos acudieron a las fiestas celebradas por los principales miradores de la ciudad, todas ellas de pago, a no menos de 60 dólares por cabeza (más, con derecho a copa); otros se acercaron a Hoboken, en Nueva Jersey, más cerca de la franja total del eclipse y, según la CNN, con más tiro al fenómeno, y el resto, en fin, improvisó con o sin gafas a la salida del trabajo en la ciudad sin horizonte.

En un día que amaneció soleado, y que mantuvo ese espíritu hasta que la luna se interpuso entre el mundo y el sol, el eclipse de este lunes es la última manifestación sobrenatural -en el sentido más etimológico de la palabra- en una ciudad periódicamente sacudida por inundaciones monzónicas, cielos preñados de humo de incendios, calimas de procedencia diversa y, muy de vez en cuando, terremotos. Sólo queda aguardar alguna plaga de langostas.

Fuente: EL PAÍS

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