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¿Por qué sucumbimos a la tentación? La ciencia que hay detrás de los pecados capitales

La neurociencia nos dice que podemos cambiar nuestro cerebro y, por tanto, cambiar nuestra forma de actuar, reforzando las vías que nos ayudan a gestionar mejor nuestros impulsos en el sentido de evitar que lleguen al extremo.

Decía el influyente poeta John Dryden que las tentaciones son como las manzanas envenenadas: atractivas por fuera, pero peligrosas por dentro. Y es que, como velos de seda que ocultan espinas afiladas, estos estímulos que nos seducen con la promesa de satisfacción instantánea y con una ilusión de placer absoluto desafiando nuestra capacidad de resistencia y autocontrol, y recordándonos la fragilidad de nuestra voluntad, pueden llegar a nublar nuestro juicio, despertar nuestros deseos más profundos y llevarnos por los caminos de la autodestrucción. Ocurre cuando nos invade la envidia, cuando engañamos a nuestras parejas, cuando no podemos resistirnos a la atracción de las redes sociales o cuando nos comparamos con los demás. Hablamos de la envidia, la ira, la lujuria, la gula, el orgullo, la pereza y la avaricia.

Evitar “pecar” es posible; sin embargo, precisamente a día de hoy, hacerlo plantea un enorme desafío que implica una lucha constante y agotadora. En nuestro cerebro se libran auténticas batallas neuronales entre la tentación y la contención. Y es que, nos encontramos inmersos en un entorno saturado de tentaciones, cada vez más personalizadas, dirigidas específicamente a nuestros impulsos primarios. “Las redes sociales incitan a muchas personas a obsesionarse con su apariencia y a publicar varias veces al día con la esperanza de conseguir más “me gusta” que los demás. Este entorno crea las condiciones adecuadas para que cantidades sanas y moderadas de orgullo (que todos necesitamos para nuestra autoestima) se desborden en excesos de vanidad y narcisismo”, explica Jack Lewis, neurocientífico y autor de La Ciencia del Pecado, un libro que, a través del prisma de la ciencia, desentraña los misterios que yacen detrás de los siete pecados capitales, revelando los intricados mecanismos cerebrales que gobiernan nuestra lucha interna entre la satisfacción inmediata y la moderación virtuosa.

Ocurre también con las aplicaciones de juegos de azar. “Nos ponen al alcance de la mano la tentación de ganar dinero rápido en cada momento del día, creando un terreno fértil para que el deseo, perfectamente sano, de maximizar nuestras ganancias financieras vaya más allá de la simple remuneración justa por un buen día de trabajo y, en su lugar, nos creamos la ilusión de obtener grandes recompensas a cambio de un esfuerzo mínimo”, lamenta el autor. El mismo caso se da con las aplicaciones de citas. Estas tienden a promover el concepto de que las parejas sexuales potenciales son omnipresentes y desechables, avivando las llamas de la lujuria para los que están tanto dentro como fuera de una relación comprometida.

Sucumbir a la tentación no es un problema exclusivo de aquellos a quienes podamos considerar débiles; más bien, constituye un elemento inherente a la experiencia humana y a nuestro proceso evolutivo. Con moderación, nos ayuda a sobrevivir. “Sin un poco de gula que nos anime a comer más de lo que realmente necesitamos y nos lleve a almacenar grasa extra, nuestros antepasados no habrían podido sobrevivir a largos periodos de escasez de alimentos”, reconoce el experto.

El problema surge cuando estos mismos comportamientos se llevan a cabo en exceso. Son perjudiciales tanto para la propia persona como para sus vínculos sociales. “El exceso de comida produce obesidad, diabetes, problemas cardíacos y vasculares, y los vínculos sociales con otras personas pueden verse dañados: si comemos tanto, no dejamos comida para los demás”, completa el doctor Lewis.

Así, deberíamos evitar cualquier impulso que pudiera causarnos daños a nosotros mismos o a los demás. “La salud y la felicidad surgen cuando las personas eligen con regularidad acciones que nutren sus vínculos sociales en lugar de amenazarlos. Así que, si una tentación no es perjudicial para uno mismo o para los demás, ceder de vez en cuando no es tan malo. Este equilibrio puede describirse en términos muy sencillos: maximizar el beneficio personal, pero no más allá del punto en que se corre el riesgo de alterar gravemente la seguridad de nuestra posición en una comunidad. Un mínimo de codicia, lujuria, gula, orgullo, envidia, ira y pereza es perfectamente sano y moralmente apropiado. Sólo en exceso conducen a resultados antisociales; de ahí las advertencias contra tales comportamientos y las prohibiciones de varias religiones”, asegura Jack Lewis.

Los sentimientos de envidia, por ejemplo, pueden inspirar a una persona a tomar medidas para superarse y mejorar sus capacidades y su posición social. Sin embargo, no suelen conducir a una mayor determinación para mejorar, sino que nos llevan a hacer todo lo posible para bajar a la otra persona de su pedestal. La envidia maliciosa es el lado pecaminoso de esta emoción perfectamente natural. Una persona puede hacer circular chismes desagradables sobre la persona de la que tiene envidia para comprometer su reputación o provocar su caída en desgracia por otros medios. Lo peor de todo es que, en última instancia, no consigue nada.

Canalizar esos sentimientos en una mayor energía para realizar un trabajo útil es una forma mucho mejor de aprovechar el poder de esta emoción humana extremadamente motivadora.

El estrés y su relación con la tentación

Pese a ser conscientes del perjuicio que nos puede ocasionar el hecho de caer en la tentación, en ocasiones elegimos sucumbir a ella. ¿Nos traiciona nuestro cerebro? Según el experto, esto ocurre cuando nuestro cerebro no consigue encontrar el equilibrio entre los impulsos humanos que pueden entrar en conflicto. “Tenemos reservas finitas de capacidad para resistirnos a la gratificación inmediata en favor de un resultado mejor a largo plazo”, asegura. Y añade: “Las personas que se dejan llevar por el orgullo, la avaricia, la pereza, la lujuria, la ira y la gula y llevan su comportamiento al extremo suelen estar sometidas a niveles muy altos de estrés. Y ese estrés a menudo proviene de la sensación de que tienen que enfrentarse solos a las inevitables dificultades de la vida, de que nadie les entiende realmente, de que a nadie le importan realmente”.

En cambio, los que consiguen mantener las siete categorías de tentación bajo control la mayor parte del tiempo suelen ser personas que tienen a otras en su vida que les ayudan a afrontar juntos las incertidumbres del futuro. Esto les permite sentirse angustiados, pero en lugar de que este dolor psicológico les lleve a tomar medidas que amenazan sus vínculos sociales, encuentran formas de canalizarlo que mantienen intacta su pertenencia a la comunidad de la que forman parte.

Podemos resistirnos a la tentación

La neurociencia nos dice que podemos cambiar nuestro cerebro y, por tanto, cambiar nuestra forma de actuar, reforzando las vías que nos ayudan a gestionar mejor nuestros comportamientos pecaminosos en el sentido de evitar que lleguen al extremo. Un gran número de pruebas apoya la idea de la neuroplasticidad. “Si practicamos la autogestión emocional con regularidad (a diario), intensidad (nos exigimos) y a largo plazo (no cejamos en el empeño), podemos desarrollar las áreas cerebrales que nos dan más control sobre los niveles excesivos de actividad en la fuente de toda angustia humana”, opina el neurocientífico.

Todos podemos adoptar medidas para desarrollar el hábito de analizar nuestra angustia emocional de forma más objetiva. Sólo así es más probable que, en lugar de responder de forma antisocial, elijamos una forma prosocial de responder a los demás. “Por ejemplo, si alguien nos ofende, en lugar de responder con rabia podemos pensar en el dolor y la angustia que puede estar sufriendo, lo que provoca que se comporte de forma desagradable y, por tanto, cambiar los sentimientos de rabia por los de simpatía”, propone.

Esto no es fácil, pero con la práctica podemos mejorar hasta el punto de que, en lugar de ser impulsivos y soltar una respuesta o planear nuestra venganza durante más tiempo, podemos canalizar nuestras energías para empatizar con el sufrimiento de los demás. Desde ese punto de vista, podemos orientar nuestro comportamiento hacia lo único que realmente importa: alcanzar un resultado prosocial. Alimentar los vínculos sociales en lugar de destruirlos.

Fuente: LA RAZÓN ESPAÑA 

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