La posibilidad de conectar la mente a una computadora está cada vez más cerca. Los escenarios que se abren van de la esperanza a la hipervigilancia
Un escenario agradable y otro inquietante. Primero el agradable: ser capaces de encender la televisión con la mente, poder comunicar pensamientos a otra persona sin la necesidad de hablar o escribir, aprender habilidades nuevas en una fracción de segundo, recordar cada detalle con claridad cristalina. Ahora el inquietante: que una máquina pueda predecir tus decisiones, que terceras personas accedan a tus pensamientos más íntimos, vivir en un estado de vigilancia perpetua, experimentar manipulaciones de percepciones o incluso de recuerdos.
Estas son algunas de las situaciones que podrían materializarse con el avance de dispositivos neurotecnológicos como las interfaces cerebro-computadora (BCI): una tecnología que conecta la mente humana con un ordenador. Aunque parezca el argumento de una película de ciencia ficción, la primeras versiones de estas interfaces podrían estar disponibles en el mercado en menos de cinco años. En el ámbito clínico, ya se ha logrado decodificar los pensamientos de una mujer paralizada e incapaz de hablar, traduciendo su actividad cerebral en palabras. En otro experimento, se ha conseguido proyectar en un monitor lo que una persona recordaba de un vídeo que acababa de ver, con una fidelidad impresionante.
En Hegel y el cerebro conectado (Paidós, 2023), el filósofo Slavoj Žižek especula sobre cómo la conexión cerebral con ordenadores cambiaría nuestra comprensión del pensamiento, la libertad y la individualidad. Por ejemplo, las BCI podrían revolucionar la comunicación, al eliminar la barrera del lenguaje, y permitir la transmisión instantánea y precisa de pensamientos entre personas. De hablar a alguien pasaríamos a pensar con alguien. Tal nivel de transparencia erosionaría la distinción entre el “yo” y el “otro”. Al compartir completamente nuestras experiencias subjetivas, nos enfrentaríamos a una paradoja: por un lado, un aumento en la empatía y la comprensión mutua, y por otro, una posible pérdida de la singularidad personal que nos define como individuos.
Lo más inquietante, según Žižek, es la posibilidad de un estado de hipervigilancia donde la actividad cerebral se monitorea y registra constantemente. Argumenta que esto podría llevar a un Estado predelictivo, donde las autoridades actuarían antes de que se cometan crímenes, como en la película Minority Report. Žižek sugiere que “el objetivo último del registro digital de nuestras acciones es predecir y prevenir infracciones”. Lo cual impactaría dramáticamente en la libertad individual, comprometiendo nuestra capacidad para tomar decisiones autónomas. “No es que el ordenador que registra nuestra actividad sea omnipotente e infalible”, escribe, “sino que sus decisiones suelen ser, por término medio, mejores que las nuestras”.
Ahora mismo, Chile y Brasil son los dos únicos países del mundo que han implementado medidas legislativas para proteger la información cerebral. El neurocientífico Rafael Yuste, catedrático de la Universidad de Columbia (EE UU), subraya por videollamada la importancia crítica de instaurar “neuroderechos” para preservar la privacidad y la identidad mental ante el avance de la neurotecnología. “Queremos evitar que ocurra lo que ha ocurrido con otras tecnologías disruptivas como internet, el metaverso o la inteligencia artificial, donde no ha habido regulación hasta que la sociedad se ha dado cuenta de las consecuencias negativas, y ya ha sido demasiado tarde”. Y añade: “Suele decirse que cuando surge una tecnología nueva no sabes muy bien para qué sirve, pero es muy fácil regularla. Y que después, una vez se implanta, sabes perfectamente para qué sirve, pero es imposible volver a meterla en el cajón”.
Hay dos tipos de BCI: las invasivas y las no invasivas. Ambas tienen la capacidad de medir la actividad cerebral y de modificarla. Las primeras requieren implantación dentro del cráneo, aunque no necesariamente en el tejido cerebral. Comúnmente se conocen como chips cerebrales, y están siendo desarrolladas por empresas como Neuralink, fundada por Elon Musk. Con este tipo, indica Yuste, no existe ningún tipo de preocupación, ya que están rigurosamente reguladas en el mundo y cualquier información generada se encuentra amparada por la legislación de privacidad médica.
El problema viene con el segundo tipo, el no invasivo (como diademas o cascos), que se vende como producto electrónico común sin marco regulatorio específico. “Las empresas hacen firmar contratos con cláusulas en letra pequeña que nadie lee, y les otorgan control total sobre los datos cerebrales, permitiéndoles vender esta información sin consentimiento adicional”, explica Yuste. “Y si quieres acceder o recuperar tus propios datos cerebrales, algunas compañías incluso te cobran dinero por ello”. Los neurodatos, o sea, la información que proviene de la actividad de nuestro cerebro, son muy delicados y aún más privados que cualquier otro tipo de datos. “Es mucho más serio que perder la privacidad en el móvil porque el cerebro controla todo lo que somos. La neurotecnología llega a la esencia del ser humano. Con esto lo podríamos perder todo”.
La brecha de la desigualdad
Otra inquietud planteada por los expertos es la brecha de desigualdad que podría generarse entre aquellos que tienen acceso a esta tecnología y quienes no. Ahora mismo, cualquiera puede comprar por un precio que no llega a los 1.000 dólares un aparato de estimulación cerebral con el que supuestamente se pueden lograr mejoras cognitivas, por ejemplo, en la memoria. “En Amazon se venden como rosquillas”, comenta el neurocientífico Álvaro Pascual-Leone, especializado en este tipo de tecnología. “En Estados Unidos, hay comunidades relacionadas con la cultura del Do it yourself (hazlo tú mismo) que publica en foros como Reddit instrucciones detalladas para construir estos dispositivos de autoestimulación cerebral en casa”. Pascual-Leone advierte sobre los dilemas que surgen al extender estas terapias más allá del contexto clínico. “Es necesario definir quién determinará qué capacidades deben potenciarse y cuáles no, así como quién tendrá acceso a dichas mejoras. Lo lógico sería que estas tecnologías se aplicasen primero en el contexto en el que hay una necesidad médica”.
El filósofo Carlos Blanco, autor del libro Las fronteras del pensamiento (Dykinson, 2022), admite que nada le fascinaría más que llegar a ver una inteligencia superior a la humana, pero lo ve como una posibilidad todavía muy remota. “La capacidad para acumular y procesar más información ya la tenemos en un ordenador. El salto debería ser también cualitativo: que entienda cosas que no podemos entender, que piense más allá de los paradigmas que hemos desarrollado. Con mayor capacidad de abstracción y de comprensión”, explica Blanco por llamada telefónica. Para él, avanzar significa “expandir los límites de lo pensable” y “pensar lo todavía no pensado”. Defiende que cualquier desarrollo de inteligencia artificial o poshumana debe incluir imperativamente férreos mecanismos de control.
Fuente: EL PAÍS