¿Por qué los científicos no parecen ponerse de acuerdo? ¿Son malas las pantallas?
Posiblemente tengas una opinión bastante clara sobre cómo nos están afectando las nuevas tecnologías. ¿Han reducido nuestra capacidad de concentración? ¿Hemos perdido nuestro sentido de la orientación? ¿Ya no tenemos memoria? ¿O tal vez estamos más conectados que nunca? ¿La marea de información nos obliga a desarrollar cierto pensamiento crítico en lugar de quedarnos con lo que diga el único canal que está a nuestra disposición? Haber hay opiniones de un lado y del otro, porque parece que opinar es un deporte donde el rigor no es reglamentario . Y es que, a decir verdad, los estudios tampoco parecen ponerse de acuerdo en las conclusiones más generales.
En cualquier caso, las preguntas están en la calle y necesitamos respuestas, aunque sean aproximadas. ¿Cómo será nuestro cerebro en el futuro ? ¿Cambiará con las nuevas tecnologías? ¿Hacia qué nos encaminamos? ¿Debemos parar o solo aprender a usarlas? ¿Somos realmente libres para elegir usarlas? Posiblemente no exista una respuesta clara para todas esas preguntas, pero podemos afinarlas un poco si tenemos en cuenta cómo cambia nuestro cerebro, cómo funciona la evolución, qué son realmente las nuevas tecnologías y, sobre todo, si dejamos un rato nuestras opiniones en pausa.
Cambiamos, pero no así
¿Qué imaginamos cuando pensamos en el ser humano del futuro? Las noticias más virales nos muestran engendros de rasgos alienígenas, cabezones y sin pelo, con dedos atrofiados y cuerpos adaptados a la vida sedentaria, pero eso no es ciencia, es solo ficción. La evolución no funciona así, no hay una fuerza extraña que moldee los cuerpos para que, generación tras generación, avancen en una dirección concreta. Para que algo cambie tiene que haber una selección, los individuos que presentan determinados rasgos tendrán que reproducirse más, y esa es la clave. Y, por lo que sabemos, no parece que haya nada especial en los cerebros de las personas que más hijos tienen.
No obstante, es cierto que nuestro cerebro no es igual que el de los primeros Homo sapiens, sabemos que su volumen ha crecido un poco y se ha vuelto algo más abovedado. ¿Podría ser que esta tendencia continue en un futuro? No podemos saberlo y, en realidad, nada nos hace pensar tal cosa. Ahora bien, nuestro cerebro es uno de los órganos que más puede cambiar dependiendo del contexto. Todo le afecta, todo le moldea. El consumo de alcohol, la falta de sueño y los traumatismos son algunos de sus grandes enemigos, pero es que también cambia con cada experiencia que vivimos, buena o mala. Así es como aprendemos, optimizando las conexiones de nuestro cerebro. Y, evidentemente, cambia más cuando esas experiencias se repiten. Si usamos a diario un teléfono, nuestro cerebro se adapta para usarlo mejor.
Momentos críticos
Otra verdad indiscutible es que la infancia y la adolescencia son periodos especialmente críticos para el desarrollo de nuestro cerebro. En los primeros años de nuestra vida tenemos más o menos tres veces más neuronas que cuando llegamos a la madurez. A medida que aprendemos, algunas conexiones entre neuronas se refuerzan, concretamente aquellas que forman los caminos más usados. Las conexiones menos usadas, en cambio, se terminan perdiendo, dejan desconectadas a algunas neuronas que morirán hasta llegar más o menos a ser unos 86.000 millones las que rellenan nuestro cráneo. Es lo que conocemos como “poda sináptica”, y permite que se formen nuevas conexiones con una facilidad que no volveremos a tener jamás durante nuestra vida. Por eso los niños son tan buenos aprendiendo nuevos conceptos y aprendiendo a pronunciar sus lenguas maternas.
No obstante, esto significa que también son más susceptibles que de un entorno empobrecedor cambie su “circuitería cerebral” a peor, por así decirlo. El consumo de sustancias tóxicas, en estas edades, tiene efectos mucho más devastadores sobre el cerebro, por ejemplo. Así que, efectivamente, las nuevas tecnologías pueden cambiar nuestro cerebro, sobre todo cuando se usan en edades tempranas de la vida. Por ejemplo, se ha descrito el crecimiento de determinadas estructuras relacionadas con el reconocimiento visual de objetos y la atrofia de otras más implicadas en tareas como la toma de decisiones, pero hay un truco oculto, porque quien haya jugado a videojuegos sabe que la toma de decisiones es algo constante.
Un cajón de sastre
La primera respuesta es que “depende”, porque debemos preguntarnos de qué estamos hablando al referirnos a “nuevas tecnologías”. Puede parecer una pregunta absurda, pero explica en parte el desacuerdo que hay entre diferentes estudios. Este tipo de investigaciones requieren seguir a los niños durante varios años para ver cómo cambia su cerebro o, con más frecuencia, cómo cambian sus habilidades cognitivas. Así que, los resultados que se publica ahora son los de niños de hace unas décadas y, por aquel entonces la tecnología era diferente. Normalmente estos resultados no tienen en cuenta aparatos como las tabletas, sino que se centran en contenidos más pasivos, como la televisión. Y ese es el punto más importante.
Sabemos que ver la televisión no es la actividad más enriquecedora para nuestro cerebro. Y, por supuesto, no es lo mismo ver la teletienda que consumir cine, pero la diferencia es todavía mayor entre este tipo de pantallas y algunas funcionalidades mucho más interactivas que se presentan ahora. Cuando vemos a alguien con la cabeza hundida en una pantalla, puede que esté viendo vídeos cortos de forma compulsiva, pero también cabe la posibilidad de que esté leyendo un libro en ella, estudiando un idioma con alguna aplicación o manteniendo viva una amistad con la persona que mejor le comprende del mundo que, casualmente, vive a cientos de kilómetros de él. Ahora bien… ¿No puede ser que exista algún problema con las pantallas en sí independientemente de su contenido?
El demonio de píxeles
Sabemos bien que pasar demasiadas horas con la vista fija en una pantalla puede contribuir a que desarrollemos vista cansada y, su luz, cuando llega la hora de dormir, puede alterar nuestros ciclos de sueño (y no por la luz azul, sino por la luz, a secas). Es más, podríamos plantear, incluso, que el tiempo que pasamos frente a una pantalla es tiempo que no dedicamos a otras actividades, como hacer ejercicio. No obstante, también es cierto que pasamos haciendo ejercicio tampoco lo pasamos leyendo. Podríamos decir, incluso, que no es bueno hacer ejercicio justo antes de irnos a dormir o que demasiado ejercicio puede afectar a nuestras articulaciones. Porque, tal vez, el problema no sea la esencia de las pantallas, sino lo que consumimos en ellas y la mesura con la que hacemos cualquier cosa.
No obstante, eso no significa que estemos a salvo. Este tipo de entrenamientos digitales tienen algo perverso: muchos de ellos están diseñados para atraparnos. Juegan con la incertidumbre de las notificaciones y los pequeños premios. Convierten todo en un juego al que queremos ganar. Por suerte, cada vez entendemos mejor cómo se aprovechan las empresas de los “fallos” de nuestro cerebro, y poco a poco se plantea implementar medidas legales que regulen la manera en que estas aplicaciones interactúan con sus usuarios.
Y más nos vale, porque las tecnologías no se han detenido, la inteligencia artificial promete sustituir a las pantallas en nuestras preocupaciones y ya está entrando en los colegios y los institutos. No hablamos solo de generadores de texto o imagen que ayuden a hacer los deberes, hablamos de sistemas de enseñanza e, incluso, dispositivos para vigilar la atención de los alumnos y avisar al profesor cuando se despistan, como ya se ha implantado en algún colegio de China. Así que, tal vez la pregunta no es cómo cambiarán nuestro cerebro las nuevas tecnologías, sino cómo queremos que lo cambien y qué queremos hacer para lograrlo.
Fuente: LA RAZÓN ESPAÑA