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Sergio Massa, el político incombustible

El ministro de Economía y candidato a la presidencia de Argentina presume a los 51 años de la plasticidad ideológica que es marca del peronismo

En 1994, el sindicalista argentino Luis Barrionuevo recibió en su casa a Sergio Massa, por entonces un joven militante de la Unión del Centro Democrático (UCD), un partido de la derecha liberal. Massa tenía 22 años y estaba por cambiar, por primera vez, de piel. “En política tengo todos los indios que necesito, lo que preciso es alguien que se pueda poner un saco [una chaqueta americana] y una corbata”, le dijo Barrionuevo, que lo ungía así como miembro pleno del peronismo. Massa venía de la clase media de San Martín, en el extrarradio de Buenos Aires, había estudiado en una escuela privada y su padre era constructor. Se puso un saco y una corbata y se lanzó con convicción a una carrera ascendente indetenible. A los 51 años, intentará este domingo convertirse en presidente de Argentina enfrentando en segunda vuelta al ultra Javier Milei.

Cuando visitó a Barrionuevo, Massa llevaba tiempo coqueteando con la idea de pegar el salto desde la UCD hacia el partido de Perón. Con solo 17 años ya participaba de las caminatas barriales que hacía Graciela Camaño, esposa del jefe sindical y hoy diputada. Cuando Carlos Menem ganó la presidencia en 1989 pensó que las ideas neoliberales que impulsaba el caudillo no eran demasiado diferentes a las suyas. La UCD terminó finalmente fagocitada por el menemismo, pero para entonces Massa ya se había subido a la nueva ola. En esa capacidad de cambiar de barco antes de que arrecie el mal tiempo está la clave de su supervivencia política. Massa ha sido menemista, duhaldista, kirchnerista, antikirchnerista y otra vez kirchnerista. Esta ideología volátil nunca lo distrajo del objetivo final: ser presidente.

Pocos conocen tan bien a Massa como Camaño, la mujer que lo introdujo a la vida política. “Evidentemente ya no es aquella persona de finales de los años ochenta”, dice. “Es alguien que ha crecido muchísimo, para bien y para mal, porque nadie es perfecto. Sergio es resiliente, juega, no es conservador, es un tipo que arriesga, no especula y va al frente”, resume sobre su delfín, de quien ahora está distanciada. Ir “al frente” es un valor en la política. Todos aquellos que conocen a Massa coinciden en que esa es una de sus principales características. Cuando asumió como ministro de Economía hace 14 meses Argentina se hundía, pero Massa sabía que estaba ante la oportunidad que tanto había esperado: si le iba bien, tenía posibilidades de llegar a la Casa Rosada; si fracasaba, le bastaba con hacerse a un lado para empezar de nuevo más adelante.

Esa osadía, sazonada con una inocultable ambición, la trae desde la cuna, recuerda Camaño. “Tenía 18 años y ya quería participar en las reuniones de los jefes de agrupación. ‘Si te querés meter’, le dije, ‘tenés que tener una unidad básica’ [local partidario en un barrio]. Le pidió entonces a su padre que le pagase el alquiler de una unidad básica. El padre, que era rápido, le dijo que sí, pero con la condición de que pusiese al frente ‘a un verdadero peronista’. Llamó a uno de los muchachos de la constructora y se lo puso de compañero. Con tal de meterse adentro, Sergio aceptó las condiciones”, cuenta Camaño.

Massa es abogado y tiene dos hijos con Malena Galmarini, con quien además de un matrimonio tiene una sociedad política. Se casaron en 2001, meses antes de la crisis del corralito, y a la boda fue Carlos Menem. En 2002, Massa ya se había aliado al presidente peronista Eduardo Duhalde, enemigo jurado de Menem. Duhalde se fijó en este dirigente de 30 años y le dio el control de la ANSES, la oficina de la seguridad social a cargo del segundo mayor presupuesto del Estado. Unos meses tardó Massa en convencer a Duhalde de que debía aumentar las jubilaciones, congeladas desde la década del noventa. La popularidad del funcionario que recorría los medios de comunicación resolviendo problemas de los afiliados creció como la espuma.

Mantuvo el cargo con la llegada en 2003 de Néstor Kirchner y solo lo dejó para postularse como alcalde del municipio de Tigre, en el extrarradio norte de la cuidad de Buenos Aires. Ganó las elecciones en 2007 y en julio de 2008 Cristina Kirchner, recién asumida, lo convocó para el cargo de jefe de Gabinete. Reemplazó a Alberto Fernández, el actual presidente, y nombró como su segundo a Juan Abal Medina, un reconocido militante kirchnerista. “Aprendí mucho al lado de él, porque es una máquina de gestión. Es alguien que se preocupa más por hacer realidad esos principios que en teorizar sobre ellos”, dice Abal Medina, que recuerda jornadas agotadoras donde Massa le escribía a las cuatro de la mañana para hacerle alguna pregunta.

Con la jefatura de Gabinete, el sinuoso derrotero político de Massa se aceleró. Néstor Kirchner nunca confió del todo en ese ministro que se codeaba con empresarios poderosos y banqueros y no demostraba la docilidad que se esperaba de él. Uno de esos empresarios, que pide no dar su nombre, dice que Massa, a diferencia del resto del kirchnerismo, “siempre mantuvo una posición dura con Venezuela y Cuba y tiene una buena relación con Estados Unidos”. Con el banquero Jorge Brito, fallecido en 2020 en un accidente de helicóptero, Massa forjó una relación “de padre e hijo” que le sirvió para “abrir redes por todos lados”. Camaño coincide en que Massa “tiene la agenda nacional e internacional más importante de la Argentina”. “No creo que exista un político que no haya hablado alguna vez con Sergio”, dice.

El diplomático Gustavo Pandiani acompaña a Massa desde hace más de dos décadas y está de acuerdo con Camaño. “Ha desarrollado en los últimos diez años, al menos, un vínculo estratégico con las principales figuras de Estados Unidos y Brasil”. Pandiani, que suena como ministro de Exteriores de un eventual Gobierno peronista, también ha padecido las llamadas de madrugada. “A veces son un simple ‘en qué andas’. Yo estoy durmiendo, pero él no desconecta nunca”, dice.

En 2009, Massa dejó su cargo como jefe de Ministros de Cristina Kirchner. Abal Medina asegura que sirvió de “fusible” a la derrota del kirchnerismo en las legislativas de ese año. “Se fue distanciado, no enojado. Siguió, por ejemplo, hablando con Néstor. Yo lo llamé cuando murió Néstor [el 27 de octubre de 2010] para avisarle, y me dijo que se había reunido con él unos días antes”, revela. El exministro volvió entonces a Tigre, llenó su distrito de cámaras de seguridad e izó la bandera de la mano dura contra la delincuencia. Eran los tiempos en los que se abrazaba con Rudolph Giuliani, de quien admiraba su modelo de seguridad en Nueva York. En 2013, rompió definitivamente con Cristina Kirchner. Abal Medina asegura que no hubo nada personal, sino que “no se pudieron resolver sus expectativas y como muchos en el peronismo terminó separándose”. Si no hubo nada personal, Massa se ocupó de disimularlo.

Se postuló como diputado en Buenos Aires por fuera del kirchnerismo y con cuatro millones de votos derrotó a Martín Insaurralde, el elegido de la presidenta. Masa se convirtió una estrella política, el hombre capaz de vencer “a la jefa”. Creyó entonces que había llegado su momento y se lanzó a la carrera por la presidencia. Creó el Frente Renovador y se presentó como “el nuevo peronismo”. Prometió en campaña meter presa a Kirchner por corrupta y acabar con La Cámpora, la agrupación de Máximo Kirchner, hijo de la vicepresidenta, y sus “ñoquis”, como se le dice en Argentina a los empleados del Estado que cobran un salario sin trabajar. Pero Argentina ya miraba a Mauricio Macri y Massa quedó tercero, con el 21% de los votos. Cambió entonces una vez más de piel. Macri lo adoptó como el opositor responsable, aquel que lo acompañaría durante buena parte del Gobierno con sus votos en el Congreso.

La cercanía con Macri se agotó en 2017, tras las elecciones legislativas. El Frente Renovador perdía día a día aliados que se sumaban a las filas del kirchnerismo, peronistas enojados con el pacto de su líder con Macri. Un año después, Massa tuvo otro acto de pragmatismo absoluto y se sumó al Frente de Todos de Kirchner y Alberto Fernández. El hijo pródigo del peronismo llegaría otra vez al poder, esta vez como socio minoritario de aquella a la que había prometido encarcelar. Se refugió en el Congreso, como jefe de Diputados, y espero pacientemente mientras veía cómo la pelea entre el presidente y su vice asomaba al Gobierno al abismo. Cuando la crisis arreciaba, el poder cayó en sus manos. Todas las miradas se posaron otra vez en él, el hombre que se había mantenido al margen de la guerra fratricida que desangraba a la alianza peronista.

Alberto Fernández lo nombró, finalmente, ministro de Economía. Massa ya estaba listo para dar la batalla definitiva por la presidencia. Sus resultados no son alentadores: la inflación supera el 140%, el PIB cae y las reservas del Banco Central están en rojo. Pero pudo, al menos, cerrar una compleja negociación con el Fondo Monetario Internacional (FMI), al que Argentina le debe los 44.000 millones de dólares que en 2018 recibió Macri a modo de salvataje financiero. El acuerdo le permitió exhibir sus buenas relaciones internacionales. El empresario poderoso que no quiere dar su nombre lo resume así: “Cerró el acuerdo desde una computadora de su casa hablando con funcionarios del FMI y del Departamento de Estado”.

El kirchnerismo terminó por abrazarse a este dirigente que alguna vez lo traicionó. Una cuestión de supervivencia política. Si Massa gana las elecciones el domingo, el peronismo habrá dado una nueva muestra de plasticidad ideológica, con un giro hacia el centro derecha impensable hace solo cuatro años. El escenario, con todo, es extremadamente complejo y desafiante. Un peronista veterano, superviviente de mil batallas, dice que para Massa ese es el mejor de los mundos. “Cuanto peor es la situación, menos se entrega y más tranquilo está”, dice. Y lo describe como “un pragmático sin interés por la historia, ni por las ideas morales o filosóficas”. “Es más un Néstor que una Cristina Kirchner”, resume Abal Medina. “Un hombre de acción”, agrega Camaño. Milei, su rival este domingo, dirá que no es más que un exponente de “la casta” política a la que promete “exterminar”.

Fuente: EL PAÍS

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