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El pueblo fantasma de Lewiston busca al autor de la matanza de Maine: “El luto no empezará hasta que demos con él”

La tranquila localidad de Lewiston se sumó este miércoles por la noche a la lista de topónimos estadounidenses ―de Uvalde a Parkland, de Columbine a Sandy Hook― asociados ya para siempre a la trágica epidemia de la violencia armada. Un militar en la reserva llamado Robert Card, instructor de tiro de 40 años con antecedentes por problemas de salud mental, mató al menos a 18 personas en dos tiroteos masivos, uno en una bolera en la que se estaba celebrando un torneo infantil y el otro, en un restaurante popular con billares y dardos. Los ataques dejaron además 13 heridos.

Con unos 40.000 habitantes, Lewiston es la segunda ciudad de Maine, Estado poco poblado al noreste del país. Amaneció este jueves, junto a gran parte del condado de Androscoggin, convertida en un pueblo fantasma. El asesino, descrito en una conferencia de prensa concedida por la mañana en el Ayuntamiento por la gobernadora demócrata, Janet Mills, como un tipo “armado y muy peligroso”, se dio a la fuga después de la matanza, y casi 24 horas después seguía sin haber rastro de él.

La policía pidió (pero no ordenó) a los vecinos que no salieran de sus casas y que extremaran las precauciones. La advertencia se extendió por la tarde a la zona meridional del vecino condado de Sagadahoc. Las calles de las localidades donde se produjeron los hechos, Lewiston y Lisbon, parecían sacadas de una película posapocalítica con un puñado de extras mal pagados: una mezcla de personas sin techo, drogadictos desnortados y hombres rudos, poco amigos de hacer lo que otros les dicen. Tipos como Al, que lanzó una teoría sobre el paradero de Card mientras repostaba su camioneta. “Está muy lejos de aquí, perdido en un bosque. No le tengo miedo; yo también voy armado”.

Los periodistas llegados de todo el país se citaron desde la madrugada en los epicentros de la tragedia, cuyo acceso bloqueaba la policía, fuertemente armada. De la bolera Spare Time Recreation, donde Card irrumpió poco antes de las 19.00 armado con un fusil de estilo militar equipado con una mirilla y segó la vida de siete personas, al Schemenggees Bar & Grille, donde mató a otras ocho. Decenas de agentes de varias agencias locales, estatales y federales, entre ellos, 80 efectivos del FBI, se desplegaron por una vasta zona boscosa, teñida ya por los colores del otoño, un asunto serio en esta parte del mundo, donde dar con alguien con recursos para la fuga se antojaba una misión casi imposible. Entretanto, la guardia costera patrulló el río Kennebec.

Entre uno y otro punto de la matanza, Card condujo a través de calles de casas unifamiliares un todoterreno blanco una vez hubo acabado con la primera parte de su misión. Unos seis kilómetros y 10 minutos en coche separan ambos lugares. Melissa Holmes, vecina de la bolera, estaba recogiendo a uno de sus tres hijos de un gimnasio cercano cuando todo sucedió. No escuchó los tiros. “Podría haber sido cualquiera de ellos”, recordó aún con el susto en el cuerpo a la puerta de su casa en una calles de viviendas destartaladas. “No me puedo creer que esté pasando esto aquí; siempre ves por televisión cuando sucede en otro lado, y rezas por esa gente; ahora necesitamos que recen por nosotros. Y que den cuanto antes con ese malnacido para que podamos empezar nuestro luto colectivo”.

Cerca del Schemengees, Laurie Ford, que abrió su casa para que los periodistas y policías pudieran usar el baño (”eso es lo que hacemos en Maine, ayudarnos los unos a los otros”), explicó que conocía a tres de las ocho víctimas identificadas (los nombres de las otras 10 aún no han trascendido de una investigación conducida con extrema cautela por las autoridades locales). “Esta es una comunidad pequeña y con fuertes lazos”, añadió Ford. Estaba casi convencida de que Joe Walker, manager del restaurante, que trató de hacer frente al asesino con un cuchillo, y Ron Morris, “un viejo amigo de hace muchos años”, estaban juntos en el bar. El tercero, uno de sus compañeros de la empresa de paquetería en la que trabaja, murió en la bolera.

Fuente: EL PAÍS 

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