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Las ‘mulas’ desaparecidas de la droga

Al igual que sus 34 compatriotas bolivianas privadas de libertad en la Penitenciaría Femenina de Sant’Anna, en São Paulo, la vida de Gabriela A. dio un giro luego de aceptar llevar una maleta: un equipaje ajeno que, en medio de la ropa, escondía dos paquetes con casi dos kilos de cocaína. Para la policía brasileña, el hallazgo fue parte de un procedimiento de rutina en la ruta que une Corumbá, en la frontera con Bolivia, y la capital paulista. Para Gabriela, entregar el encargo significaba la posibilidad de cobrar 500 dólares para empezar una nueva vida junto a sus hijos de 20 y 15 años.

Gabriela tiene 38 años y es viuda. Amasa sus manos nerviosa al hablar. A ratos su voz se entrecorta, pero respira profundo y lanza frases precisas, directas. Dice que nunca se había metido en un problema como este y que tampoco lo volvería a hacer, pero la necesidad no la ayudó a pensar bien las cosas. No se llama Gabriela. Prefiere no revelar su nombre. Pero quiere compartir su historia para que nadie más cometa el mismo error.

“No me gustaría que vengan otras personas. No se lo deseo a nadie porque es muy triste y muy difícil estar aquí”, dice. Su llanto se pausa cuando se traslada a los platos que cocinaba y que en los tres meses que lleva privada de libertad se han convertido en un anhelo constante: charque, lambreado de conejo, pique macho. Su relato zigzaguea entre recuerdos como esos y mensajes de arrepentimiento.

Lo que más le preocupa en la cárcel es que nadie nunca más supo de ella. Ni su madre, ni su hijo menor, con quienes vivía en Cochabamba, en el centro de Bolivia, ni su hijo mayor, que vive en Santa Cruz, en el oriente del país. Gabriela cruzó la puerta de su casa y se despidió de los suyos avisando que estaría afuera apenas unos días, pero nunca más volvió.

Cuando la detuvieron, la policía retuvo todas sus pertenencias incluyendo su celular, donde tenía los contactos de sus familiares, de sus jefes, de sus amigos… “Ahorita es como si estuviera desaparecida para ellos”, dice angustiada.

De acuerdo a la Constitución brasileña, el protocolo de encarcelamiento incluye una notificación a los familiares directos de las presas, pero no todos los agentes lo ofrecen. En el caso de Gabriela y otras mujeres bolivianas en prisión, es el consulado de Bolivia quien tiene la misión de hacer llegar esta información a su círculo cercano, pero en este caso eso nunca sucedió.

Gabriela no entiende bien el portugués. Pasa sus días trabajando en el taller de manualidades de la cárcel esperando que ocurra algún milagro: que sus hijos tengan noticias sobre ella o que el tiempo pase rápido. Gabriela está desaparecida para su familia.

De acuerdo a la Secretaría Nacional de Políticas Penales del Brasil (Senappen), en diciembre de 2022 se contabilizaron 27.547 mujeres en presidios femeninos del país y 91 son bolivianas. “La droga no es de ellas, sino de alguien que las contrata para pasarla. En el puesto fronterizo Esdras, entre Brasil y Bolivia, durante el primer semestre de 2023, fueron realizadas 12 aprehensiones de droga. Podría asegurar que la mitad fueron mujeres bolivianas usadas como mulas”, dice Erivelto Alencar, el jefe de la Secretaría de Ingresos Federales de Brasil en la ciudad de Corumbá.

Según estudios citados por un informe del Instituto Transnacional y la Oficina de Washington para América Latina (WOLA), alrededor del 70% de las mujeres privadas de libertad “se encuentran en prisión por estar involucradas en actividades de microtráfico no violento”. Muchas de ellas son cabeza de familia. En el caso de las migrantes bolivianas en Brasil, muchas son también víctimas de tráfico de personas, amenazas, engaños, violencia y hasta retención de documentos.

Una vez detenidas, son descartadas por el sistema de pandillas que las contrataron o forzaron a entrar a esa situación, pero sobre todo se convierten en desaparecidas para sus familias. Ante esa situación de indefensión, las asistentes sociales y redes de apoyo conformadas en gran parte por Iglesias y grupos de mujeres cargan al hombro la responsabilidad de ayudarlas en la cárcel.

A unos 1.400 kilómetros de São Paulo, en Corumbá, en el límite fronterizo con Bolivia, otra boliviana figura como desaparecida para su familia. Wara Pérez Zapana, una mujer de 23 años, mirada quieta y que habla a susurros, salió un día a principios de mayo de su casa en Irupana, una localidad de la provincia de Sud Yungas, en el departamento de La Paz. Se despidió de sus hijos de 7, 4 y 2 años y no volvieron a saber de ella.

Wara necesitaba dinero para pagar un préstamo que adquirió junto a su marido en el banco. Los 60 bolivianos (unos 8 dólares) diarios que recibía por un trabajo de ocho horas en el campo no eran suficientes. Los gastos asociados a una enfermedad de su padre y las ganas de invertir en un terreno que su suegra les había entregado la motivaron a endeudarse. Luego, la presión por pagar se transformó en un infierno que la hizo entrar en otro: tomó una maleta, subió a un taxi, fue detenida por la policía brasileña y su familia no volvió a verla.

Wara dice que no quiere preocupar a su familia, pero aunque quisiera enviar señales de vida, no tiene cómo hacerlo. No ha visto al cónsul, no tiene abogado propio y depende del defensor público. Tampoco habla portugués y toda la ayuda que ha recibido ha venido de parte de la pastoral carcelaria.

La ausencia de noticias de familiares se convierte en un pasaje progresivo hacia la violencia emocional. En el caso de las mujeres bolivianas, existe un limitante aún mayor. La norma permite realizar llamadas sólo dentro del territorio brasileño. “Son abandonadas. Y cuando intentamos llamar a las familias y uno de los números está incorrecto es muy frustrante”, dice Marciene Amorim, psicóloga en el Patronato Penitenciario de Corumbá.

“La mayoría de las bolivianas hacemos esto por necesidad, por nuestros hijos”, se lamenta Wara. Aceptó llevar 6 kilos de cocaína por unos 600 dólares, aunque nunca llegó a recibir más dinero que el necesario para pagar el transporte hasta su destino final en São Paulo.

En Brasil, la criminalización de drogas se aplica mediante la llamada Ley de Drogas. El hecho de que no exista regla que especifique la pena en función a dicha cantidad, y de las circunstancias de transporte, hace que cada caso sea analizado de manera individual. Rige la interpretación de la ley de cada juez. “La guerra contra las drogas encarcela a personas negras, pobres, mujeres vulnerables”, explica Cátia Kim, coordinadora del Instituto Tierra Trabajo y Ciudadanía (ITTC).

En términos generales, la pena base es de cinco años pudiendo llegar a 15 en función de las causas que agraven la condena. “Cualquier práctica relacionada a la droga es crimen. Sobre esa base, se construyó el sistema punitivo de la legislación del Brasil”, concluye Kim.

El hecho de que no exista regla que especifique la pena en función a la cantidad de droga y circunstancias de transporte en la legislación brasileña hace que cada caso sea analizado de manera individual. Rige la interpretación de la ley de cada juez. “Sabido es que muchas mujeres bolivianas trabajan como mulas. A veces son liberadas, en el caso de tener hijos, cuidados de familia, pero si tienen grandes cantidades de droga, se debe constatar con otras informaciones”, explica el juez Idail de Toni Filho de la primera sala penal de Corumbá.

El tribunal es cauteloso a la hora de sacar conclusiones: contrapone el relato de las detenidas con las pruebas y las contradicciones de cada caso. “Objetivamente, si la mujer está con maleta y droga en dirección a São Paulo y admite que la estaba cargando, es un hecho. Dicen que fueron engañadas y es posible, pero no hay como constatar. Debe ser demostrado. ¿Recibieron dinero siendo engañadas?”, analiza el juez.

Wara entró a la penitenciaría femenina de Corumbá en régimen de prisión preventiva. “Mi proceso está abierto. El juez me dijo que debía comprobar que tuviera hijos”. El pasado 2 de junio, el juez le otorgó libertad provisional pero con la condición de presentarse mensualmente al juzgado para informar dónde vive y qué actividades hace.

La ausencia diplomática

Es lunes por la mañana y apenas se ve movimiento a las afueras de la Penitenciaría Femenina Carlos Alberto Jonas Giordano de Corumbá. Un guardia se asoma por la rejilla de la puerta principal del penal de mujeres. No hay nadie en el frontis. Apenas pasa una carreta y casi no hay movimiento de carros en este lado de la ciudad. Se escuchan algunas voces a pocos metros, justo donde comienza la cárcel masculina, separada solo por un muro de la femenina: unas cuantas mujeres –novias, esposas, hermanas, madres, amantes– asisten para saber información de sus seres queridos o entregar algo de comida o útiles de higiene personal.

El contraste se manifiesta en cada día de visita: el lado masculino no da abasto. El femenino apenas recibe algunas visitantes, casi siempre hermanas o madres, pocas veces el marido o pareja. En la cárcel, se replican dinámicas que también se dan en libertad: los cuidados y las visitas suelen ser asumidos por mujeres.

“Cuando encarcelamos a las mujeres, castigamos a familias enteras”, dice Jorge López Arenas, ex director nacional del Régimen Penitenciario de Bolivia, en el informe Mujeres, políticas de drogas y encarcelamiento. En los casos de Gabriela y Wara, ambas jefas de hogar, su aprehensión ha significado un terremoto familiar cuyas secuelas no son capaces de dimensionar.

La red externa de apoyo a las reclusas también es de mujeres. Judite Sales y Consuelo Clavijo son voluntarias de la Pastoral Carcelaria, una organización de la Iglesia católica que trabaja en prisiones. Ellas y el padre Khac visitan a las reclusas de la prisión de Corumbá para darles asistencia religiosa. “Estamos para escucharlas y apoyarlas espiritualmente”, dice el sacerdote. Sin embargo, para aliviar la angustia de la mayoría de las mujeres migrantes reclusas, tratan de ayudarles a contactar de nuevo con sus familias. “Intentamos ayudarlas, están aisladas y lo peor es que fueron engañadas”, dice Sales.

Ella y su compañera se sostienen, incansables, con la misma fortaleza de las reclusas. En la mañana del 24 de mayo se reunieron con el juez local de Corumbá para conversar sobre algunos de los casos. Buscan apoyo logístico y trabajan con las asistentes sociales de la penitenciaría, contactan con los defensores públicos y organizan donaciones. “Queremos ligarlas a sus familias. Para las personas migrantes encarceladas es muy difícil”, dice Clavijo, boliviana que vive hace 45 años en Corumbá.

La soledad de las internas tiene varias capas. No solo asumen el aislamiento social por la reclusión, sino que muchas veces se agudiza por la falta de diligencia de la burocracia y los representantes oficiales de su país. “Nunca escuché que el cónsul de Bolivia fuera a la prisión femenina”, dice Marciene Amorim, psicóloga del Patronato Penitenciario de Corumbá.

En la ciudad con la mayor proporción de habitantes bolivianos en Brasil, el rol del consulado es fundamental. “No es una obligación pero lo hacemos para no llegar con las manos vacías”, dice Simons William Durán, cónsul de Bolivia en la ciudad fronteriza, mientras exhibe sobre su escritorio un kit de higiene que, según dice, entrega a sus compatriotas. Su oficina tiene apenas tres funcionarios, pero Durán dice que se las arreglan para darles acompañamiento. “Yo no soy dios para juzgarlas. Les doy un abrazo a todas por igual”, asegura el cónsul. La pastoral carcelaria, el juez local, el defensor público y las propias internas reconocen que sólo han visto al diplomático un par de veces, que no suele estar disponible cuando lo han citado y que las reclusas no tienen asesoría legal o apoyo para comunicarse con sus familiares. Algunas de ellas apenas han recibido un kit de higiene cuyo contenido solo cubre un mes de estancia. El apoyo de organizaciones sociales y religiosas es fundamental para contrarrestar la ausencia diplomática.

Las más castigadas

“En América Latina, es más grave contrabandear cocaína […] que violar a una mujer o matar voluntariamente al vecino”, comienza el prólogo de Adicción Punitiva (2012), un estudio de Rodrigo Yepes, Diana Guzmán y Jorge Parra Norato. “En América Latina existe desde 1950 una tendencia generalizada a incrementar los montos de penas con los que se castigan los delitos de drogas”, concluyen los autores.

Por otro lado, este delito en Brasil es una causa de encarcelamiento más frecuente en mujeres que en hombres. “Brasil es el tercer país en el mundo con más encarceladas. El tráfico de drogas representa el 56,16% de los crímenes por los cuales las mujeres cumplen penas mientras que en los hombres ese porcentaje es del 38,72%”, dice Rosângela Teixeira, socióloga del Grupo de Investigación en Seguridad, Violencia y Justicia de la Universidad Federal del ABC en São Paulo.

“El sistema falla con todas ellas, no sólo con las bolivianas. Se encarcela mucho, y a los ojos de la defensa, de forma innecesaria. La ley procesal penal prevé varios requisitos para que una persona sea presa y muchas veces se los pasa por arriba”, dice Vítor Calasanz, defensor público de la ciudad de Corumbá que atiende a un promedio mensual de 50 internas en la penitenciaría femenina de esa ciudad.

Una de las reclusas bolivianas de la Penitenciaría Femenina Carlos Alberto Jonas Giordano.

María Cerrudo Gómez lleva dos meses en la cárcel de Sant’Anna, en São Paulo, pero ya ha aprendido ciertos códigos del encierro. Baja la vista, toma sus manos por detrás de la espalda y espera paciente frente al muro de la sala. Se encuentra en prisión preventiva y dice que su única preocupación son sus tres nietos que quedaron solos a cargo de su madre en silla de ruedas. Aceptó llevar casi dos kilos de cocaína por 500 dólares que nunca recibió. Antes de llegar a destino, en São Paulo, fue interceptada por la policía y no sabe bien si fueron sus nervios, su falta de experiencia o alguien más que la delató.

“Realmente no me explicaron. Pido perdón por el error que cometí. Me arrepiento porque son mis nietos los que están pagando ahorita esto. No sé nada de ellos”, dice. “Me dejé tentar con el diablo, no lo escuché a Dios”. La mujer aceptó llevar la droga porque el dinero que ganaba limpiando casas y lavando ropa no era suficiente para mantener a su madre enferma y a sus nietos, de las que estaba a cargo desde que su hija se fue a Chile. “Supuestamente se fue a trabajar, a darles una vida mejor a mis nietos. Pero hace más de dos años que no sé nada de ella. No sé si estará viva, si estará muerta”, dice Cerrudo.

La mujer está desaparecida para su familia desde el pasado 8 de abril, cuando salió de su casa en Santa Cruz y nunca más supieron de ella. En una visita reciente del cónsul boliviano en São Paulo a la cárcel, le dio un número de teléfono para localizar a una señora que a veces cuida a sus tres nietos. Ellos son su mayor preocupación. Pero no ha recibido noticias. Mientras espera a conocer su condena, sigue atenta a cualquier mensaje que la conecte de nuevo con los suyos.

Fuente: EL PAÍS

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