El número uno remonta al gigante serbio (1-6, 7-6(6), 6-1, 3-6 y 6-4, en 4h 42m) y eleva su primer trofeo en Londres, su segundo grande con tan solo 20 años
Con toda naturalidad, Carlos Alcaraz derriba un castillo y abraza el trofeo dorado que siempre soñó. Ya eres mío, dice con la mirada. No cedía Novak Djokovic en la central de Wimbledon desde 2013, eran 45 partidos sin perder desde entonces en la Centre Court; era un lustro sin inclinarse en el torneo, desde el 13 de julio de 2017. Pero no entiende el murciano de límites, sino que aspira a traspasar cualquier frontera. No especula, sencillamente vuela. Tiene 20 años, es el número uno y además del US Open conquistado el curso pasado, ya presume de ser todo un campeón en Wimbledon. ¿Acaso hay algo más allá en este deporte? 1-6, 7-6(6), 6-1, 3-6 y 6-4. Memorable exhibición la suya, cargada de simbolismo por la forma, el escenario y el rival; remontando, en la Catedral y frente a todo un Nole. ¡Pum! El reloj se detiene después de 4h 42m y el tenis asiste al nacimiento definitivo de una nueva época. Alcaraz, Carlos Alcaraz, un acelerador del tiempo. El último gran virtuoso.
Es, también, el quinto representante español que se corona en el torneo de los torneos. Se une a Manolo Santana (1966), Conchita Martínez (1994), Rafael Nadal (2008 y 2010) y Garbiñe Muguruza (2017). Solo el alemán Boris Becker (17 años en 1985 y 18 en 1986) y el sueco Björn Borg (20 su primer Wimbledon) se doctoraron con mayor precocidad en Londres, que asiste este 16 de julio ventoso a uno de esos episodios a guardar, porque se interpreta como el primero de muchos y el mano a mano es extraordinario. Un viejo titán, un sucesor fabuloso.
Djokovic no tiene cerebro. Ahí dentro, directamente, el serbio tiene una pista de tenis. No hay milímetro del pasto que no controle ni golpe que no ejecute con la máxima precisión. Es un cartesiano en la Catedral. Nole desayuna, come y cena tenis. Vive por y para el tenis. Por eso, sabe muy bien de qué va esto y cómo se debe abordar a un chico de 20 años en una final, que al fin y al cabo ha jugado alguna –35 en grandes torneos, al parecer– y esta última en Wimbledon es de una trascendencia superior; no en vano, en ella va la historia de las historias hasta ahora, el ascender a una dimensión conocida únicamente por Court y el subrayarse como el hombre más laureado de todos los tiempos. Objetivamente, ya no caben dudas.
En el preámbulo del pulso se ha hablado y escrito más de mente y de móviles que de tenis, y ahí Nole ya ha ganado el primer punto. Pisa la hierba con la barbilla alta y bien cuadrado, con pisada fuerte y marcha altiva, mientras que a Alcaraz se le percibe desde el primer instante nervioso. Alza la vista el murciano al servir y encuentra delante un tormento que escupe pelotazos a los pies, a las líneas y a los ángulos. Donde haga falta. Es un robot, a la vez un artesano. No hay rincón que no controle. Flota Djokovic sobre la central y va haciendo mella como si se supiera la trama de la película al dedillo. El gesto del chico denota que se le agarrota al hombro y su derecha produce más fallos de los habituales. El subconsciente, inevitablemente, viaja a París.
De los nervios al órdago
Lo observa desde el graderío el escocés Andy Murray, el último hombre que fue capaz de rendir a Nole en esta pista. Un héroe. Una década ha pasado y el balcánico la ha hecho definitivamente suya, a la altura ya del mismísimo Federer. Poco importa el hechizo del público inglés con el suizo o que arrope con descaro al primerizo, que festeje sin disimulo cada punto del murciano y que emita un murmullo cada vez que él va a servir un segundo o sufra un resbalón. Patina varias veces sobre los fondos ya pelados, terrosos, pero es un chicle. Durante un set entero, Djokovic juega con la presa e imparte una clase magistral. Así se juega en el verde. Lo padece Alcaraz, que solo empieza a soltarse cuando ha cedido ya cinco juegos.
Ahí, el español lanza un pasante que desborda por la derecha y mete, por fin, la patita en el partido. El monólogo deriva en un espectáculo a dos voces, aunque sigue llevando la cantante el de Belgrado, que se echa la mano al oído después de un intercambio a cara de perro que se adjudica él, y que hace boquear al rival, sometido a un estrés permanente. Jugar contra Djokovic en Londres: una tortura.
Aun así, Alcaraz mantiene el tipo. Sus padres y sus hermanos, Álvaro, Sergio y Jaime, se desgañitan animándole desde el palco y él da un estirón, break y 2-0 arriba, pero inmediatamente Nole le llama al orden. Esto va así, chaval, le viene a decir; de tú a tú, en todo caso, pero no te pases de la raya. Sucede que el murciano es un tipo al que le va la adrenalina y le van los retos, y que cuanto más grande es el desafío más ganas tiene de llevar la contraria y de superarse. Aquí estoy yo, Carlitos. Por un nuevo orden. Aquí está el nuevo régimen.
Así que, efectivamente, hay final. Hay envite. Y este no es solo real, sino que es doble. Excesivamente acelerado hasta este momento, sometido, el español se atempera, coge aire, rompe el corsé y se monta sobre la bola. Sonríe Alcaraz, inmejorable señal. Lo hace después de quebrar la impresionante secuencia de Djokovic en los desempates, 15 sucesivos hasta llegar aquí. Pero falla el revés del cacique, quién lo iba a decir. Una, dos y tres veces; recibe una amonestación por dilatarse en un instante crítico (4-5) y se le esfuma una opción para cerrar el set; acto seguido, recibe un sopapo monumental que abre la hemorragia. Cede el saque nada más abrir el tercero y definitivamente, la Catedral presencia un órdago. Clava el chico un pasante y las dos piernas, lanza una mirada retadora y arenga. No hay tormenta, pero cae un trueno.
Astillas y músculo
Brad Pitt aplaude y mastica estilosamente las patatas fritas en la tribuna –¿de verdad son 59 años? –, y Huge Jackman y Rachel Weisz comentan fascinados. Contemplan a dos deportistas de ciencia ficción. Es otro partido, una final partida en dos. Djokovic sufre, Djokovic no puede, Djokovic desfallece. Enfrente tiene un muro. Propone y propone el serbio, pero dirime cada punto al límite y con el agua al cuello. Menguan sus porcentajes y se disparan los del adversario de manera más que considerable, crecido Alcaraz, decidido, imponente, volcado. La nueva ola arrecia en forma de tsunami; los nuevos talentos no preguntan, simplemente actúan. Y él pega y pega, devuelve y devuelve. Al quinto juego, dilatado hasta 26 minutos, una eternidad, el número uno obtiene el break y envía a Nole al rincón de pensar, a ese sitio que tantos y tantos réditos le ha reportado al gigante. Nunca lo entierren.
No acostumbra el de Belgrado a ir a remolque en este territorio y el paso por el vestuario es otra vez redentor. Aseado y repeinado, como quien empieza del día, replica con grandeza y lanza un beso hacia un costado, reivindicándose. Quiéranme, así soy yo. Con sus virtudes, infinitas en lo tenístico, y también con sus cruces de cables. Saltan las astillas en la central y el poste queda marcado. Una raqueta hecha trizas. No se achanta Alcaraz ante la muestra de fuerza, sino que él también luce músculo y maneja los instantes más delicados con toda templanza, como si llevara toda la vida en esto. Ha nacido para ello, en realidad. Aquí una nueva era. Se le inflaman la yugular y la anaconda que recorre su bíceps derecho, y una vez salvado el giro indeseado –volea de Nole a la red en su primer turno de servicio, con la opción de romper–, resuelve con aplomo. Al siguiente juego, el zarpazo es descomunal. Letal. Definitivo. Londres ilumina a un elegido y marca un punto de inflexión histórico. Alcaraz Garfia, se apellida. Viene de El Palmar, y se erige como el último gran fenómeno
Fuente: EL PAÍS