Tras el estreno de la serie “El amor después del amor”, un recorrido por la obra del artista que supo hacer poesía y éxito de su vida y de su particular manera de observar el mundo
El estreno de la serie El amor después del amor en Netflix termina de cerrar la canonización en vida de Fito Páez dentro de la cultura popular argentina. A partir de acá (para eso sirven las mitologías que proponen las biopics en tanto género) se crea la leyenda del héroe rosarino como un relato más sobre la construcción de una figura que puede poseer su épica ascendente (como si la vida tuviese una dirección y hasta un destino predeterminado), y el hecho de atravesar y recorrer su camino farragoso y lleno de obstáculos (la muerte en todas sus formas como principal protagonista y el amor como única tabla de salvación ante cada momento de destrucción y autodestrucción) hasta llegar a algo así como la iluminación, la conexión y la comunión con el entorno, que siempre –en el realismo capitalista, según lo entendía Mark Fisher– tiene la cara del éxito en términos capitalistas: número de discos vendidos (“¡el disco más vendido en la historia del rock argentino!”), cantidad de tickets que vuelan (“¡estadios sold out!”), etc.
Hay que destacarlo porque es una cuestión que pocas veces se puede presenciar en tiempo real, sobre todo pensando en que la mayor parte de los honores se reciben de forma póstuma (y esa es, básicamente, la historia del arte en Occidente), y en ese sentido es un hecho extraordinario que excede a la música como marco y escenario para pasarlo por encima.
Desde el mismo comienzo de su relación con la música y la creación, Fito Páez comprendió que el océano que iba bucear para ir a buscar ese material del que están hecho las canciones era su propia existencia. Lo dijo muchas veces a lo largo de su vida en cantidad de entrevistas: “uso mi vida como laboratorio”. Hay un disco de Lou Reed que se llama Growing Up In Public (Crecer en público). Cuando uno se enfrenta a la obra de Fito Páez el primer puente de comprensión es ese: se lo vio crecer frente a los ojos de su audiencia. Los hechos que lo marcaron (y fueron muchos: ya sea en el mejor –amistades, amores- y el peor de los sentidos–asesinatos, traiciones) siempre aparecieron de forma directa en sus letras. Y esta es otra faceta de su modo de trabajar la escritura: no es la metáfora misteriosa ni el trabajo con las figuras poéticas herméticas la manera que tiene de asentar su escritura, sino que lo hace desde la catarsis y aproximándose a lo prístino y lo diáfano.
Páez siempre quiere ser claro: Dar es dar (“Dar es dar/Y no fijarme en ella/Y su manera de actuar”), Un vestido y un amor (“Te vi/Juntabas margaritas del mantel/Ya sé que te trate bastante mal/No sé si eras un ángel o un rubí/O simplemente te vi”), El diablo de tu corazón (“Ey, ¿qué te pasa, Buenos Aires? Es con vos/No es la tecno ni el rock”), Fue amor (“Yo podría haberlo hecho mejor/Vos podrías acercarte a mí/Yo intuía que esto, mi amor/Se rompía y esto es siempre así”), entre otras de un catálogo inmenso. Pero así como utiliza la primera persona para filtrar su propia experiencia y bajar línea existencia (“Aprendé de mí, que soy un chico pobre de allá, del interior”), Páez hace gala de su narración cuando utiliza la tercera persona para crear sus personajes que van poblando sus discos: El chico de la tapa, 11 y 6, Sasha, Sissí y el Círculo de Baba y demás.
Fuente: INFOBAE