El efecto placebo, empleado con frecuencia en atención primaria, basa su prestigio en muchos estudios que no tenían la calidad suficiente o no se han podido repetir
Hay un capítulo de la historia de la medicina, contado con variaciones, que sitúa al estadounidense Henry Beecher en un hospital militar durante la Segunda Guerra Mundial. En ese lugar, que con frecuencia es Anzio, en Italia, pero alguna vez se encuentra en el Norte de África, el médico de Harvard se queda sin morfina para calmar a los soldados heridos. Ante esta situación crítica, él, o quizá una enfermera, decide inyectar a uno de ellos una solución salina diciéndole que es un potente analgésico. Para su sorpresa, este pinchazo con un líquido inocuo relaja al soldado y Beecher puede operarle sin anestesia.
Este momento de iluminación, se supone, llevó al médico a tratar de entender el efecto placebo y a publicar, en 1955, un influyente artículo sobre la materia: The Powerful Placebo. En él, Beecher, después de revisar 15 estudios sobre ese tema, escribe que “el 35% del éxito de un fármaco o del médico se debe a las expectativas del paciente de un resultado” o, lo que para él era lo mismo, al efecto placebo.
La historia de Beecher es una metáfora sobre la propia historia del efecto placebo. Según cuenta Jonathan Jarry, de la Universidad McGill, en Montreal (Canadá) pese a la relevancia de la experiencia de Anzio, su protagonista no la relata en The Powerful Placebo. Una experiencia parecida, sin embargo, aparece en otro artículo publicado al acabar la guerra. En él, Beecher, que firma como teniente coronel, cuenta un caso en el que un barbitúrico en lugar de morfina le sirvió para aplacar a un soldado enajenado por el dolor. Esta anécdota, similar, pero diferente, reescrita por algún científico creativo y recibido con la credulidad que alimentan los buenos relatos, parece ser la base de la historia con la que muchos explican el descubrimiento del efecto placebo.
Ganas de creer en algo tan fascinante como que el cuerpo sana la mente, referencia repetida a artículos antiguos sin comprobar su validez y reinterpretación de datos reales para que cuadren con la tesis que se desea cierta. Son algunas de las críticas que vuelven a aparecer en un artículo que ha publicado recientemente la revista Journal of Medical Ethics. Cuentan las autoras, lideradas por Charlotte Blease, del Beth Israel Deaconess Medical Center, un hospital universitario de la Universidad de Harvard, en Boston, que en una encuesta realizada entre médicos de primaria de 12 países, entre el 53% y el 89% habían utilizado placebos en con sus pacientes durante el último mes.
Este tipo de tratamientos se basan en el principio de que, hasta cierto punto, el entorno en el que se atiende a un paciente, con el médico y su bata, un fonendo como si fuese un talismán y los rituales de la consulta, tienen efecto terapéutico. En ese contexto, si el médico nos da una pastilla, es posible que mejoren nuestros síntomas. “Los placebos te pueden hacer sentir mejor, pero no te curarán”, apunta Ted Kaptchuk, especialista en el estudio del placebo en Harvard. Por eso, su mayor efectividad se ha visto en el tratamiento del dolor, el insomnio o los efectos secundarios del cáncer como el cansancio o las náuseas.
Pero incluso en esos casos, cuentan Blease y sus colegas, la validez de los resultados que han hecho crecer el interés por esta medicina de la mente está en cuestión. Muchas creencias en torno al placebo se basan en estudios únicos citados muchas veces. “Basado en un solo estudio sobre úlceras duodenales, está ampliamente aceptado que cuantas más pastillas de placebo se administran mayor es el efecto placebo. De forma similar, se suele decir que el color de las pastillas influye en su efecto, y que las pastillas rojas tienen más efecto que las de otros colores. Esto parece basarse en un solo estudio publicado en 1974 con una muestra de 22 participantes, de los que 5 recibieron pastillas rojas”, ejemplifican.
En el pasado, el engaño se consideraba una condición necesaria para que el placebo funcionase, algo que atenta contra la autonomía del paciente. Sin embargo, algunos estudios sugieren que es posible que tengan efecto incluso desvelando que las píldoras no tienen un principio activo. En un ensayo liderado por Kaptchuk, se dio a un grupo de 80 personas con colon irritable pastillas de placebo o nada. A quienes recibieron la pastilla se les explicó que era una sustancia inerte, pero que en otros ensayos había demostrado efecto terapéutico. Esa forma más o menos honesta de sugestión sirvió para que este grupo sintiese más alivio que los que no tomaron nada.
Pese a resultados como este, Blease cree que toda el área de los estudios del placebo se debe replantear y que, al menos por el momento, “los médicos no deberían prescribir placebos en ningún caso”. Por un lado, explica la investigadora, “los placebos que requieren el engaño del paciente vulneran los códigos éticos que dicen que los médicos deben ser honestos con sus pacientes para que ellos decidan si quieren recibir un tratamiento y cuál”. Pero incluso los que se ofrecen con la información adecuada implican cierto engaño. “Esto es así porque aún no tenemos suficiente evidencia de alta calidad y convincente sobre los efectos placebo que producen [estos tratamientos]”, señala Blease. “No decimos que lo que se afirma [sobre el placebo] sea falso, solo que se ha dado por bueno sin un número suficiente de publicaciones”.
En su análisis, las investigadoras señalan los problemas metodológicos de un área de interés creciente, como que gran parte de los estudios incluyan a pocos participantes o muchos de ellos se seleccionen entre personas fascinadas por las interacciones entre la mente y el cuerpo. Y enfatizan que en muchos casos no se diferencia el efecto del placebo del contexto en el que se aplica o de otros efectos del proceso curativo. En las últimas dos décadas, las publicaciones sobre placebo se han multiplicado por diez y “un hallazgo paradójico es que cuanto más atractivo es un campo científico, menos probabilidades hay de que los hallazgos publicados sean ciertos”, escriben.
Blease destaca también los aspectos éticos del uso del placebo. “En atención primaria, cuando no hay un tratamiento eficaz, se puede ofrecer a los pacientes un tratamiento y decirles que funcionará por el efecto placebo, pero no lo sabemos. Y tampoco sabemos si los pacientes se sentirán estigmatizados si se les ofrece una pastilla de azúcar para su dolor. Muchos de estos pacientes con síntomas inexplicados se podrían sentir insultados, no tomados en serio, y dar la espalda a la medicina convencional porque no toma en serio sus síntomas”, explica la investigadora, que cree que aún hay muchos retos que afrontar antes de llevar a la práctica clínica los resultados de los estudios sobre placebo.
Antonio Morral, profesor en la Facultad de Ciencias de la Salud Blanquerna, en Barcelona, cree que son necesarios más estudios para comprender el efecto placebo, como “probar el placebo como si fuese un fármaco y diferenciar su efecto de no dar nada”. Pero, pese a las deficiencias de algunos estudios, cree que los resultados en este campo también muestran algunas carencias de la formación de los médicos y del sistema sanitario. “Hay poco tiempo para dedicarles a los pacientes. Se escucha poco, se toca poco, se mira poco, y la universidad forma poco en las habilidades comunicativas, en el lenguaje no verbal”, opina. A veces, plantea, “se dan placebos porque la presión asistencial es tan grande que es una forma de darle la sensación al paciente de que has hecho algo”, aunque no se haya entendido bien el problema y no se haya encontrado una solución mejor que no hacer nada. Este sería el objetivo, en algunos casos, de recetar un antibiótico para una infección viral, lo que Morral llama un placebo impuro.
En opinión de este investigador, que ha publicado trabajos sobre el efecto placebo, “la medicina basada en la evidencia no es solo lo que dicen los artículos científicos”. “Son las publicaciones, más mi experiencia clínica, más las necesidades del paciente”, afirma. “Un ejemplo son las supersticiones en el deporte. Poner una banda de kinesiotaping, por ejemplo, que para algunas patologías la evidencia es cero, pero que implica un riesgo muy bajo. Si el deportista cree en ello y te lo pide, ofreciéndole la información, se lo puedes poner de forma circunstancial, porque responden a las necesidades de un paciente en un momento vital”, cuenta Morral, que incide en la necesidad de “cuidar el contexto para potenciar los efectos de cualquier terapia”.
El artículo de Blease pone el foco en el placebo, pero recuerda que la medicina en general está expuesta a los mismos errores si olvida el escrutinio continuo. Un estudio de 2004 observó que el atenolol, uno de los primeros fármacos prescritos contra la hipertensión, no era mejor que el placebo, y varias revisiones han visto que los stents, unos tubos metálicos implantados en las arterias con cirugía en pacientes con angina o que han sufrido un ataque al corazón, no reducen las probabilidades de ataques posteriores ni reducen el dolor de pecho. “Estos reveses médicos podrían considerarse una faceta clave de la medicina basada en la evidencia, pero esto requiere que se examinen los hallazgos previos, incluso aquellos que parecen indiscutibles”, afirman Blease y sus colegas.
Gerard Urrutia, director del Centro Cochrane Iberoamericano, en Barcelona, destaca del trabajo de Blease la importancia de plantear el uso del placebo, no solo como uso de control frente a un medicamento, sino como alternativa terapéutica, que se debería probar en ensayos frente a no hacer nada. Urrutia advierte también que, aunque existe el problema de sobreestimar el efecto del placebo, con frecuencia “se sobreestiman también los efectos de los tratamientos activos”. El investigador explica que muchos estudios de eficacia de fármacos, liderados por la industria, “hacen una selección de pacientes y un seguimiento que favorecen la observación de efectos muy optimistas que después no se ven de la misma manera en la práctica médica real, porque las condiciones son muy distintas”. Una revisión de los ensayos dirigidos a la aprobación de inhaladores para EPOC (Enfermedad Polmunar Obstructiva Crónica) observó que los pacientes seleccionados eran muy distintos de los que suelen necesitar ese producto en el mundo real, que en un 90% no habrían sido seleccionados para el ensayo que hizo posible la aprobación.
“Estamos tratando demasiado a los pacientes, es un problema bien documentado. Eso ha generado que los pacientes tengan esa expectativa de tratamiento, incluso en casos donde no es necesario”, asevera Urrutia. La necesidad de los médicos de tener la sensación de que han ayudado a los enfermos, de la industria farmacéutica por rentabilizar esa inclinación y de los pacientes por creer que les han dado una solución seguirá favoreciendo la sobremedicación sin evidencia o la observación de efectos de la sugestión que no son reales. El análisis crítico de los ensayos en los que se basan los tratamientos más aceptados y la aceptación de que a veces lo mejor para los pacientes es no hacer nada, son dos vías para mejorar esos problemas.
Fuente: EL PAIS