Cientos de ciudadanos afroamericanos murieron tras el experimento de Tuskegee, un atroz ensayo clínico en el que se le negó la cura de esta enfermedad a los voluntarios.
Aunque la máxima de la medicina es “no hacer daños a los humanos” (Primum non nocere), en la historia existen experimentos faltos de ética que burlaron este principio fundamental. Uno de ellos es el experimento Tuskegee, un vil ensayo clínico en Estados Unidos que, a inicios del siglo XX, condenó a la muerte a cientos de afroamericanos contagiados con sífilis con la intención de estudiar la evolución de esta enfermedad de transmisión sexual (ETS).
El ensayo, revelador de un racismo estructural en el país norteamericano, continúa siendo catalogado como una de las violaciones más graves de los derechos humanos debido a su extenso desarrollo de 40 años, tiempo en el que a los voluntarios se les ocultó la cura para tratar esta infección que comienza con llagas en los genitales y que puede causar la muerte si no se trata a tiempo.
Según los historiadores, el caso Tuskegee también destruyó la confianza que muchos afroamericanos tenían en las instituciones médicas, un legado que puede rastrearse hasta la actualidad.
Un ensayo para tratar la “mala sangre”
En 1932, el Servicio de Salud Pública de EE. UU. (USPHS, por sus siglas en inglés), junto al Instituto Tuskegeee, inició un estudio sobre la sífilis en el condado de Macon, en Alabama, un territorio que, por entonces, tenía la tasa más alta de esta ETS en todo el país. El nombre oficial del ensayo, desconocido para los voluntarios, no ocultaba sus intenciones: “Estudio de Tuskegee sobre sífilis no tratada en el hombre negro”.
Un total de 600 hombres afrodescendientes, en su mayoría pobres y sin educación, se enrolaron al programa porque les prometieron una cura a la “mala sangre” —un término local que se usaba para describir varias dolencias, como anemia o malestar estomacal— a cambio de alimentos, transporte, medicamentos y hasta de un seguro de entierro gratis.
Del total de voluntarios, 399 habían contraído sífilis y 200 de ellos no recibieron ningún antibiótico contra esta infección, ni siquiera la penicilina, que, para 1943, pasado la Segunda Guerra Mundial, se sabía que era efectiva para contrarrestarla y, además, estaba ampliamente disponible en el mercado.
Según los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC), a principios de 1972, 74 de las personas contagiadas y no tratadas seguían vivos. Todos ellos eran hombres que no habían sufrido ningún efecto secundario potencialmente fatal por los episodios de la enfermedad.
Heridas en la comunidad afroamericana
La atroz historia del experimento Tuskegee llegó a su fin en octubre de 1972, luego de que Jen Heller, reportera de la agencia de noticias Associated Press, hiciera público el caso de abuso médico en el New York Times.
La periodista se había enterado de la situación por unos documentos filtrados por Peter Buxtun, un epidemiólogo que había descubierto la existencia del ensayo años antes mientras trabajaba en la CDC, pero cuyas quejas siempre habían sido desestimadas.
El daño humano, sin embargo, ya estaba consumado. Así, pese a que después algunos pacientes recibieron penicilina y antibióticos, no tuvieron salvación porque la enfermedad estaba avanzada. En general, el resultado fue la muerte de 325 hombres, varias decenas de esposas contagiadas y niños nacidos con sífilis congénita.
En 1974, se realizó un juicio que condenó al Gobierno de EE. UU. a pagar 10 millones de dólares a los supervivientes y a los deudos (esposas e hijos). Once años después, el programa se amplió para incluir beneficios médicos y de salud, una deuda que hasta la fecha siguen recibiendo diez primogénitos de los voluntarios. En tanto, en 1997, el expresidente estadounidense Bill Clinton emitió una disculpa presidencial a uno de los últimos supervivientes.
Fuente: LA REPÚBLICA