Los biólogos han constatado que la hembra en la mayoría de las especies es tan promiscua o más que el macho, pero sorprendentemente ese ”deseo” que la impulsa a reproducirse tiene un grave enemigo: su propio sistema reproductor.
Además de mover el mundo, el sexo es fuente de diversidad pues con la reproducción sexual los genes de los padres se combinan y recombinan en cada generación produciendo una configuración genética única. El sexo baraja las cartas del genoma y permite probar multitud de combinaciones que sólo por mutación necesitarían millones de años. Claro que tiene sus inconvenientes. El mayor es la pérdida de la inmortalidad. Si nos reprodujéramos asexualmente, con cada división produciríamos clones de nosotros mismos. Salvando las inesperadas y escasas mutaciones, seríamos como las bacterias, que se mantienen prácticamente tal como eran hace miles de millones de años. El sexo nos hace mortales.
El misterio de la promiscuidad
Como dice la bióloga Olivia Hudson, “en la mayoría de las especies, las hembras son más lascivas que santas”. Además, y para horror de los puritanos, la promiscuidad desordenada no es ningún “mal funcionamiento”; las hembras obtienen pingües beneficios de tal comportamiento. Por ejemplo, cuando están en celo la hembras de los conejos presentan tasas de concepción más elevadas si se aparean con varios machos, y la hembra del lagarto ágil pone más huevos cuantos más amantes haya tenido. Y tengamos en cuenta una cosa: hasta donde sabemos, las hembras de las especies de primates más promiscuas tienen una mayor capacidad de orgasmo.
Fuente: Muy Interesante