15 de diciembre. Un colegial de 15 años. Un estudiante de Mecánica Automotriz de Senati. Un estudiante de Administración de un instituto privado. Tres transportistas. Un constructor. Un joven trabajador de una empresa privada. Un joven integrante de una comunidad cristiana. Ellos murieron víctimas de disparos militares.
Uno
— Cuídate, no salgas, me dijo, ¡están disparando!
Fue la última llamada que recibió Sheyla Prado Cisneros (18 años) de su padre, el fatídico 15 de diciembre. Para entonces, cinco de la tarde, los militares ya habían salido del aeropuerto a las calles aledañas. Muchos jóvenes corrían, en medio del silbido de los proyectiles.
Un militar se instaló en una esquina y varios vecinos lo vieron disparar directo al cuerpo. Edgar Wilfredo Prado Arango (51), el padre de Sheyla, vivía apenas a media cuadra y vio a un joven que caía herido. Se propuso socorrerlo. Un testigo vio que salió cubriéndose con una calamina, con la convicción de que solo disparaban perdigones. Error. Una bala le llegó por la espalda mientras intentaba brindar auxilio.
No participaba en las protestas. Era un padre dedicado al transporte. Quiso brindar ayuda y terminó fulminado al frente de su vivienda.
Dos
— Con él he almorzado el día 15 de diciembre, a las dos de la tarde. Luego conversamos y me dijo ya voy a volver.
Jhovana es hermana mayor de Jhon Mendoza Huarancca (34 años). Almorzaron juntos. Tres horas después recibió una llamada con la noticia trágica. Ella acudió al hospital. Le dijeron que no estaba. Insistió. Ingresó. Buscó y allí, en una sala, estaba el cuerpo: “como NN”.
Le contaron a Jhovana que su hermano, al promediar las cinco de la tarde, en medio de los disparos, se tiró en una cuneta. Un militar se acercó, lo vio y le disparó sin más.
Jhon Mendoza Huarancca gestionaba con Jhovana una empresa pequeña de transporte. Con eso cubría los gastos de dos hermanos menores y se hacía cargo de su madre, una paciente de cáncer terminal. Todo eso antes del disparo en el tórax que acabó con su vida.
Tres
—Hay un video en el que aparece ayudando a los heridos.
David Hancco se enteró de la muerte de su hermano por las redes sociales. El nombre de Leonardo Hancco Chacca (32 años) circulaba la noche misma del 15 de diciembre, luego de la zozobra que vivió Ayacucho.
Leonardo había salido a las cinco de la mañana, para formar parte de uno de los piquetes del paro. Se había despedido de su esposa Ruth Barcena. La misma tarde de aquel día recibió un disparo en inmediaciones del aeropuerto. Fue trasladado al hospital regional. Fue intervenido quirúrgicamente. Estuvo dando batalla, pero pereció la madrugada del 17 de diciembre.
Natural de Espinar, Cusco, se había instalado en Ayacucho con su esposa Ruth. Dedicó su vida al transporte y cubría la ruta hacia Cangallo y Huancapi. Deja una hija de siete años.
Cuatro
—Estoy yendo, ya vuelvo.
Siete de la mañana. Jhanet Vianca Román Pareja recibió este escueto mensaje de su esposo, Raúl García Gallo (35 años). Su destino era uno de los piquetes del paro en Ayacucho, contra el Congreso y la presidenta Dina Boluarte.
Ella se quedó en su vivienda de adobe, en el asentamiento humano Palacios. A las cinco de la tarde recibió la llamada: “A Raúl le dispararon”.
Ella acudió al hospital regional y un mensaje en clave del personal de salud le confirmó la tragedia: “Señora, tiene que ser fuerte”. Le explicaron que ya no pudieron hacer nada. Una bala le había ingresado por el estómago y salió por la cintura.
Raúl García Gallo era constructor. Tenía con Jhanet tres hijos, ahora huérfanos, de 14, 11 y 9 años. Tenía otro hijo mayor que, paradojas de la vida, había servido en el Ejército. La misma institución que acabó con la vida de su padre.
Cinco
—Anda al cementerio, parece que es él, tu hijo.
Edith Aguilar Yucra recibió una llamada al atardecer, cuando ya había noticias de muertos y heridos. Vivía muy cerca. A tres cuadras. Salió rauda. Cuando llegó, la ambulancia ya había recogido el cadáver de su hijo.
José Luis Aguilar Yucra tenía 20 años y una hija de dos años. Aquel día había salido a trabajar. A su retorno, al atardecer, caminó por la ruta de siempre y se dio con la balacera. Testigos vieron que asomó la cabeza desde una esquina y un proyectil en el cráneo lo dejó tendido, inerte.
Seis
—Ya salgo, tengo que hacer mi trabajo. Luego tengo campeonato, no voy a alcanzar.
Vilma Sacsara recibió este último mensaje de su hijo, Luis Miguel Urbano Sacsara (22 años), mientras salía de su vivienda, a dos cuadras del cementerio. “Ten mucho cuidado, hijo, está peligroso”, le respondió la madre.
Luis Miguel tenía 22 años. Estudiaba Administración en el instituto privado CESDE. Salió de su domicilio al promediar las tres y media de la tarde.
Cuatro horas después, al promediar las siete de la noche, Vilma recibió una llamada desde el hospital. “Señora, ¿usted es madre de Luis Miguel Urbano Sacsara?”. Había fallecido con un proyectil de arma de fuego.
Siete
—¡Señor, al joven le llegó una bala, ya se lo han llevado.
El señor Reider Rojas Jáuregui estaba inquieto por la balacera que había remecido la ciudad. Su hijo, Clemer Fabricio Rojas García (23 años), había visitado hacia el mediodía a su madre, Nilda García, en el mercado Magdalena. Le dijo que la marcha había sido pacífica y que las personas ya se retiraban.
Pero luego se escuchó la balacera. A las cuatro de la tarde, Reider Rojas decidió timbrar el celular de su hijo. Una voz distinta le informó que ya se lo habían llevado al hospital.
Natural de Quinua, Clemer Rojas estudiaba Mecánica Automotriz en Senati. Durante un año sirvió al Ejército.
Tras la llamada amarga, padre y madre acudieron al hospital regional e identificaron el cadáver de Clemer, quien era el mayor de dos hermanos.
Reider y Nilda buscan reponerse de la partida inesperada del hijo mayor. El siguiente paso será la búsqueda de justicia. Nilda, la madre, tiene una misión adicional: defender la honra de su hijo, a quien un sector político y mediático nacional pretendió tildarlo de violento.
Ocho
La tarde lluviosa del 17 de diciembre, una multitud de personas vinculadas con congregaciones religiosas llegó hasta el cementerio general de Ayacucho. Una banderola inmensa anunciaba a otra de las nueve víctimas de la represión militar: Josué Sañudo Quispe (31 años).
Con rabia e indignación, el padre de Josué, don Germán Sañudo, se disculpó, a través del hilo telefónico, de no ofrecer mayor testimonio sobre su hijo. Y ofreció una razón muy seria: la estigmatización de una sociedad desinformada que tilda, sin mayor reflexión, a todas las víctimas de personas violentas.
Nueve
—Aló, hijo, cómo estás.
—¿Usted es el padre?
—Sí, qué pasó.
—Su hijo está en el hospital.
Raúl Ramos Loayza estaba en Quinua, a una hora de Ayacucho, cuando hizo esta llamada al celular de su hijo, el 16 de diciembre, un día después de la balacera militar.
Pero la voz de un médico y la noticia de que estaba en el hospital lo tomó con sorpresa y llamó de inmediato a su otra hija para que acuda al hospital.
El día de la paralización, el chico le había dicho a su madre, Hilaria Aime, que iba al cementerio para ganar algo de dinero. Su oficio consistía en limpiar los nichos y regar las flores.
El cementerio queda al costado del aeropuerto, donde se habían instalado los militares y reprimían con balas a los grupos que habían ingresado, como parte del paro regional.
Fue entonces que el chico estaba en inmediaciones del cementerio y recibió una bala por la espalda. Se llamaba Christopher. Tenía solo 15 años.
Fuente: LA REPUBLICA