Amir Nasr-Azadani, de veintiséis años, defensor del club de fútbol Iranjavan fue condenado a muerte por “enemistad por Dios”, un delito gravísimo en el imperio del disparate. Se han alzado miles de voluntades individuales en contra de la pena capital, pero la FIFA, por ejemplo, guardó hasta ahora un silencio vergonzante que no parece dispuesta a romper
Si algo simboliza la libertad, es el cuerpo y la mente de un atleta que vuela más alto, lanza más lejos, avanza más rápido. Para los regímenes dictatoriales, para el fundamentalismo de cualquier signo y color, eso siempre implica peligro. Hay que dar un escarmiento.
Hace menos de una semana el régimen iraní colgó de la pluma de una grúa a Majidreza Rahnavard; antes había ejecutado, asesinado mejor, a Moshen Shekari. Ambos habían protestado por la ejecución de Mahsa Amini, una chica que fue ejecutada a su vez por no llevar bien colocado el velo islámico. En ese juego de espejos con la muerte, la chica fue juzgada por la “policía moral” del régimen. Hay en Irán una policía moral que juzga intenciones, opiniones, acaso pensamientos, propósitos, planes, ideas y hasta el uso correcto de la ropa. Es una policía de amplio espectro que rige hasta el sueño de los ciudadanos: un botón te manda a la horca. En Teherán todo lo que no es, termina en el cadalso.
El cadáver colgante de Rahnavard fue bellamente fotografiado por el régimen, recortado en lo alto del cielo azul, y ondeando con levedad bajo la brisa de Teherán. La imagen recorrió el mundo. Es la manera que Irán tiene de decir esto somos. Y el mundo calla. A favor de la anulación de la pena capital contra Amir, el futbolista del Iranjaván, se han alzado miles de voluntades individuales. Pero la FIFA, por ejemplo, guardó hasta ahora un silencio vergonzante que no parece dispuesta a romper.
Sólo la Federación Internacional de Futbolistas profesionales se solidarizó con Amir y exigió: “(…) Pedimos la eliminación inmediata de su castigo”. Es fácil imaginar lo que hará Irán con ese ruego, expresado con la compunción de quien intuye que los vientos pueden soplar en su contra en cualquier instante.
¿Amir enemistado con Dios? Enemistad con nada. Son las protestas, la resistencia, la intransigencia, el hartazgo, la tenacidad de los opositores al régimen de los ayatollah lo que molesta, hiere y pone sobre alerta a los autócratas iraníes, que tampoco toleran que sus cuestionadores sean, todos, muy jóvenes. Muchos de ellos, como Amir, no habían nacido, ni sus padres se habían conocido, cuando la Revolución Islámica tomó el poder en Irán para liberarlo del terror del sha Mohamed Reza Pahlevi, pero para instalar un régimen de terror propio, basado en la interpretación antojadiza, arbitraria y criminal de los sagrados códices islámicos.
Viví en Teherán casi un mes cuando los jóvenes mujaidines tomaron por asalto la Embajada de Estados Unidos y secuestraron a cincuenta y dos rehenes. Era 1979 y el ayatollah Ruhollah Khomeini, líder de aquella revolución involutiva, se había instalado en Qom, a unos ciento cincuenta kilómetros de la capital iraní. En el viaje a esa ciudad, nos detuvimos con el fotógrafo Héctor Carballo, los dos enviados especiales de la revista “Gente”, para ver cómo era la vida campesina en las afueras de la gran ciudad. Fue como retroceder varios siglos. Allí supimos que, en general, las mujeres de aquellas viviendas humildes y desangeladas, dormían al reparo en las noches frías o cálidas de aquel casi desierto, mientras los animales lo hacían bajo techo y a resguardo, porque eran más escasas las cabras y las ovejas que las esposas. Y con esas palabras nos lo dijeron.
Una de las primeras medidas “revolucionarias” del régimen, embrión del de hoy, fue prohibir el ajedrez. Khomeini prohibió el ajedrez en Irán porque lo juzgaba un pasatiempo diabólico, un mal gastadero de tiempo que paralizaba al hombre en el pensamiento y en la estrategia.
De aquellos polvos vienen estas grúas. De hace casi medio siglo. En el subsuelo del drama subyace el gas y el petróleo. Y el ropaje que viste a la vista gorda de gobiernos y entidades, de organizaciones mundiales y de asociaciones deportivas, luce los civilizados atributos de la integración, el respeto a lo multicultural, el pluralismo y la igualdad. En ese lapso, y en vez de favorecer la integración al menos cultural, Irán se ha convertido en un estado autocrático, ha sostenido grupos guerrilleros, como el libanés pro iraní Hezbollah, ha financiado atentados terroristas y ha declarado una sonora guerra sorda contra Occidente, en nombre de la interpretación de la ley religiosa, que fue puesta por sobre la ley y por sobre el mismo Estado, y ha endiosado a sus soldados, o voluntarios, o lobos solitarios, o milicianos suicidas que ensangrentaron las calles de Europa y las de nuestro país.
En vez de pensar en la diversidad y la multi culturalidad, Irán condena y ejecuta a una muchacha porque la “policía moral” halló que llevaba mal colocado su velo. Y mata también a quienes protestan por esa ejecución.
¿Cómo integrar a quienes desintegran? ¿Cómo hablar de pluralismo con quien pena con la muerte al que piensa, habla, protesta, se rebela o discute? Si el más elemental disenso implica “enemistarse con Dios” y la muerte, ¿cómo pedir con éxito, al menos con esperanzas, por la vida de Amir?
Esta tarde, cuando eche a rodar la pelota en el partido final del Mundial Qatar 2022, tal vez el brazo de otra enorme grúa se aceite en las calles de Teherán. Lo sabremos luego, porque una foto terrible nos lo va a gritar en la cara. Pero ahora todos estamos avisados.
Fuente: Infobae