* Dos a uno terminó el duelo en el estadio del Atlético
Madrid, El Mundo
Cuando el Metropolitano entró en erupción ya fue tarde. La cabeza de Mario Hermoso creyó dibujar un milagro en el derbi que él mismo acabó diluyendo con su expulsión. La revolución final quedó en nada. Al Real Madrid le bastó con dos certeros zarpazos en el primer acto para salir airoso de una noche amenazante (2 a 1).
Los blancos siguen su inmaculado camino. Por ahora, nadie sabe frenarles.
Pues sí, resulta que tras la bruma de los bailes y los estridentes decibelios que genera el ruido, había un partido de fútbol. Concretamente un derbi. Y eso no es cualquier cosa. Lo sabe bien Simeone, que los ha visto de todos los colores, y en los puntos más recónditos del planeta. Tal vez por eso quiso jugar al despiste hasta el último momento. Y lo hizo sacando esa carta que hasta ahora, por cuestiones burocráticas, siempre guardaba para el final. Asomó por primera vez como titular Antoine Griezmann para dar sentido a esa sociedad tan ansiada junto a Joao Félix, que anoche, sin embargo, no funcionó. En los carriles, Carrasco y Llorente. Lo más parecido a una versión sin complejos. Pero una cosa es la teoría y otra lo que acaba dictando el balón.
Porque Carlo Ancelotti apenas mutó su rictus. Él tenía su plan en el Metropolitano, el mismo que le ha llevado al pleno de victorias sobre el que vuela su Real Madrid. Porque la vida, sobre todo en el fútbol, transcurre a toda velocidad. Y esa diferencia de biorritmos fue lo que acabó marcando el derbi. Si el Atlético se aproximaba al área con tranquilidad, el Real Madrid lo hacía sin contemplaciones. Si los rojiblancos tanteaban a Courtois, los blancos ajusticiaban directamente a Oblak, de regreso tras dos partidos lesionado.
Mientras el Atlético trataba de mecer su juego sobre la hierba, con Griezmann regando a los suyos con balones, corriendo de aquí para allá, el Real Madrid sacó el martillo en cuanto se le presentó la oportunidad. Tchouaméni levantó la vista, contempló la carrera de Rodrygo, oportunista como de costumbre, y, tras un desliz de Felipe, dejó a Oblak clavado sobre el verde. A veces es mejor no pensar tanto las cosas. No fue el caso del Madrid, que sabía lo que tenía que hacer. El zarpazo desembocó en un baile que, lógicamente, dio rienda suelta a la bronca desde la grada. A nadie le pilló por sorpresa.
No sufrían en exceso los visitantes, más allá de algún lanzamiento lejano de Griezmann o algún amago de Carrasco. Para los locales, sin embargo, cada balón a la espalda amenazaba con convertirse en una puñalada. Evitó la segunda Reinildo, en el primer error que se le recuerda a Witsel, que también es mortal, cuando Rodrygo se abalanzaba sobre su pieza. Pero nadie logró evitar la pared entre Modric y Vinicius, quien aceleró el reloj para partir en dos a la zaga rojiblanca. Él se encontró con el poste, pero Valverde, arrollador, volvía a sacar los colores al Atlético antes del descanso. A veces basta con eso.
DOS MANERAS DE VER LA VIDA
El desenfreno, la contundencia. Dos maneras de ver la vida. Anoche, al Atlético le faltó un poco de ambas hasta el final. Mientras Joao Félix simplemente revoloteaba, Rodrygo o Vinicius transmitían inquietud, aunque sólo merodeasen un instante cerca de Oblak. Tardó en encontrar el Atlético el camino. Y no por la bruma.
Y eso que cambió de rostro tras el descanso. Que mostró alegría, fuerza e intención, los ingredientes imprescindibles para poder hacerle un rasguño a este Real Madrid. Pero a las puertas del rincón de Courtois, todo parecía desvanecerse.
El minuto 60 no fue el minuto de Griezmann, que contempló desde el césped cómo Cunha y Morata se sumaban a ese desafío de volver a agarrar el derbi por la solapa. Era el momento para echar mano de la valentía. Hay noches que lo requieren y ni con esas. Esta fue una de ellas. Courtois apenas se sofocó.
A Modric y Kroos les bastó con su clásica partitura, por la que no pasan los años, para sostener los latidos de un corazón blanco que apenas se estremecía. Ellos saben cuándo, cómo y por qué ocurren las cosas en el Real Madrid. Desde sus botas, desde sus cerebros, el derbi parecía caer por su propio peso, rumbo al Bernabéu.
Por más que Simeone agitaba el tablero, devolviendo a Witsel al centro del campo o sacando cuatro de sus flechas más afiladas, el gol no llegaba. El Atlético careció durante buena parte de la noche de ese veneno imprescindible para poder tumbar a un ogro. Ningún rojiblanco parecía tener los dioses de su parte hasta que, ya en el ocaso, emergió la cabeza de Hermoso para, como acostumbra, encender esa última llama de ilusión entre la tormenta. Pero el fuego, y la revolución, se apagó con su expulsión. El último baile fue para el Madrid.