* Las filas y el respeto a los muertos, caracterizan a los ingleses
Londres, BBC
Dos cosas que saben hacer bien los británicos han cobrado especial relevancia en estos días: honrar a sus muertos y respetar una fila.
Y esa cola que se mueve como un organismo vivo -noche y día- entre el parque de Southwark -en el sur de Londres- y el Hall de Westminster -en el centro de la capital- es tan respetada como la mujer que espera a los marchantes al final del camino.
Desde el miércoles, el féretro de Isabel II permanece envuelto en el estandarte real en la parte más antigua del parlamento británico que data del siglo XI, antes del funeral de Estado que tendrá lugar este lunes en la Abadía de Westminster.
La imagen ha dado la vuelta al mundo. Debe ser una de las colas más largas que se han visto en la historia de este país. Unas 2.000 personas se suman cada hora para despedir a su jefa de Estado, la cabeza de su Iglesia y la única constante que han tenido en sus vidas entre eventos tan históricos como el final de la Segunda Guerra Mundial y el reciente Brexit.
En los años en que he vivido aquí, he visto a los británicos portar una amapola roja todos los noviembre en honor a los caídos en las guerras. Los vi en 2005 quedarse quietos como estatuas por un minuto para recordar a los muertos de los atentados del 7 de julio. Pero esto es otra cosa, esto es una peregrinación.
La Fila
Curiosamente, la cola para honrar a una reina empieza en un parque que se jacta de contar con el primer monumento público en Londres dedicado a un hombre de la clase trabajadora: Jabez West, quien en el siglo XIX peleó tanto por los derechos laborales como contra el consumo de alcohol.
La mayoría de quienes se unen a la larga caminata, que en determinados momentos ha llegado a durar más de un día, lo hacen por amor y respeto a la monarca que reinó por 70 años, el reinado más largo que ha tenido la Corona británica.
Pero hay otros que llegan porque saben que este es un momento que raramente se volverá a repetir.
“No tiene nada que ver con la reina, es básicamente nuestro amor por hacer fila”, me dice Phil, quien ha llegado esa mañana en tren con su mujer Carolyn desde Newcastle, en el norte de Inglaterra. Su broma me recuerda otra cosa que sabe hacer bien la gente de esta isla: reírse de sí misma.
Un usuario de Twitter, @curiousiguana, ha llamado a esta cola el triunfo de lo británico: “Es la madre de las filas. Es arte. Es poesía. Es la fila para acabar con todas las filas”, escribió en su tuit, parafraseando aquello de “una guerra para terminar con todas las guerras” con que se describió a la Primera Guerra Mundial.
En Twitter, la fila tiene incluso su propio hashtag: #TheQueue (fila en inglés).
Otro sitio llamado Very British Problems (Problemas Muy Británicos) dice en Instagram y en Facebook que “sólo un británico puede unirse silenciosamente a una fila de 5 millas (8 kilómetros) sin molestarse siquiera en ver cuán lejos llega… mostrándole al resto del mundo cómo se hace una fila”.
Pero Phil y Carolyn saben bien hasta dónde se extiende la cola. Ya hicieron una similar en Edimburgo, días atrás, cuando se despidieron por primera vez de Isabell II en la catedral de St Giles. Allí estuvieron 7 horas y media. Hoy les espera el doble.
“El sitio de YouTube dedicado a la fila anticipa que nos llevará unas 14 horas”, me dice. “Pero lo bueno es que a mitad de camino se nos acabará la batería del teléfono, no podremos contectarnos a internet, y ya no sabremos cuánto nos falta”.
El Angel y Harry Potter
De las 14 horas vaticinadas, las tres primeras las pasamos con Phil, Carolyn y los miles que están delante y detrás nuestro adentro del parque Southwark, caminando en zig zag entre barras de metal, mientras los equipos de televisión de todo el mundo nos sobrevuelan buscando quién es más británico para entrevistar.
Hay madres que empujan carritos con bebés, sacerdotes, abuelas elegantes, veteranos de guerra con medallas en la solapa, hombres de traje que usan disimuladamente sus paraguas como bastones y gente que se aferra a sus libros como únicos compañeros de viaje.
De nuestro grupo más cercano, una periodista de una cadena australiana elige a una de las cinco mujeres galesas que han llegado conduciendo esa mañana desde una localidad ubicada a 50 kilómetros de Cardiff.
“Es un momento muy emotivo”, responde muy seria, y luego se lanza una risotada con sus amigas ante la posibilidad de que alguien la vea por televisión en Australia.
Cuando por fin abandonamos el parque con destino a la ribera del Támesis, pasamos por uno de los pubs -otra institución tan británica como la monarquía, la fila y la ironía- más antiguos del sur de la ciudad.
The Angel se remonta a los tiempos de otra reina -Victoria- aunque como lo dice en su cartel de entrada, la taberna habría estado en esos terrenos desde que Eduardo III jugaba en la vecindad con halcones en el siglo XIV.
Converso con Gina y Lewis, que han llegado esa madrugada desde York, también por tren. Gina le mintió a su hijo y le ha dicho que la cola sólo tardará 5 horas (entre el viernes y el sábado, la fila llegó a tomar hasta 25 horas).
Pero eso no es lo peor que le pasará al joven Lewis: los lentes redondos, los ojos claros y su flequillo indomable lo condenan a un apodo por parte de las mujeres de Gales que lo acompañará toda la caminata: Harry Potter.
“Yo lo estaba viendo todo por televisión y me dije ‘tengo que estar ahí’. Los últimos dos años del covid hicieron que nada nos importara mucho y yo quise ser parte de esto”, me explica Gina.
No es la única que hará referencia a la pandemia. Más de una persona entrevistada por BBC Mundo dirá que tras el aislamiento de la cuarentena, esta es una oportunidad de volver a tener sentido de comunidad.
A lo largo del camino, hay gente que abre sus casas para que los de la fila usen el baño o nos ofrecen té y café gratis.
Cada tanto, la cola se detiene, respira, vuelve a retomar el paso; este ritmo hace que demore otras tres horas recorrer el trayecto desde Southwark hasta el Puente de la Torre, que normalmente se tarda una media hora a pie.
Es allí donde nos colocan una manilla o pulsera que cuando lleguemos a destino nos permitirá entrar a Westminster.
Las cinco galesas compran latas de sidra y brindan con una frase que los británicos no oían desde 1952 y ahora han vuelto a escuchar desde hace una semana y media: “Dios salve al rey”.
La constante
“La noche del 8 de septiembre llamé a mi padre a Jamaica y le dije: ‘Se ha muerto Lizzie'”.
Omar tiene 44 años y nació en Londres, pero sus orígenes son jamaiquinos.
Su abuela fue parte de la Generación Windrush, como se conoce a los inmigrantes del Caribe que llegaron entre 1948 y 1971, y que fueron amenazados con ser deportados muchos años después en un escándalo de racismo y maltrato que sacudió al gobierno en 2018.
Su familia ha visto a Isabel II como una presencia invariable todos estos años: “Vimos nacer a sus hijos, luego a los hijos de sus hijos, y después a los hijos de los hijos de sus hijos. Toda mi vida ha estado ahí”, me dice mientras cruzamos el Puente de Londres.
Esta presencia permanente a lo largo de los años está expresada en las cartas que han dejado miles de personas para la reina junto con los arreglos florales en Green Park, el parque aledaño al Palacio de Buckingham, la principal residencia de la monarquía en Londres.
Una de las palabras que más se repite es precisamente “constante”. A veces como adjetivo (“fuiste un constante apoyo”), pero otras como sustantivo (“fuiste la constante en nuestra vidas”).
“Imagínate estar 70 años haciendo todos los días lo que te dicen que tienes que hacer, cuando ni siquiera elegiste ser reina”, dice Omar.
No es que sea necesariamente monárquico, me dice. De hecho, afirma que no le molestaría que Jamaica, como lo hizo Barbados en noviembre de 2021, se volviera una república.
Cerca de él camina su hermana, que ha venido a dejarle comida, pero no muestra el mismo entusiasmo ni por Isabel II ni por la corona. Cuando le pregunto por qué no lo acompaña hasta el final me responde que está trabajando, y luego se queja de que Londres está tan caro “que hasta es caro respirar”.
La inflación, en general, y el costo de la energía, en particular, son temas que circulan a lo largo de la fila, al igual que el reciente cambio de primer ministro, del conservador Boris Johnson a la conservadora Liz Truss.
Carolyn y Philip son muy críticos de la situación política y económica actual del Reino Unido, pero esto no afecta su percepción de la monarquía.
Cuando les pregunto cómo hacen para trazar esta línea entre gobierno y Corona, sin concebir a ambos como parte de una misma estructura de poder, ella responde que cree, o que “quiere creer”, que Isabel II hizo mejor a sus primeros ministros, es decir, que ellos se comportaron mejor gracias a ella.
“Pero yo soy una contradicción, porque a pesar de mis tendencias socialistas, mi idea de la redistribución de la riqueza, sigo amando a la monarquía como cuando era niña y aprendía en la escuela sobre Enrique VIII e Isabel I”, concluye.
Shakespeare y el frío
Otro británico que estaba fascinado con la realeza y trabajó para dos monarcas -Isabel I y Jacobo I- fue William Shakespeare, quien escribió dramas sobre la vida de Enrique IV, Enrique V, Enrique VI, Ricardo II, Ricardo III, además del Rey Juan y del Rey Lear.
“Es evidente que a Shakespeare le fascinaba la realeza. Lo mejor es que sus monarcas, que van de santos a villanos, de inapropiados a heroicos, son seres humanos comprensibles y falibles”, dijo de él -hace unos años- el entonces príncipe de Gales y presidente de la Compañía Real Shakespereana, y actual rey Carlos III.
Cumpliendo con este legado entre reyes y tablas, el teatro de Shakespeare ubicado en la orilla sur del río Támesis nos ofrece al pasar por su fachada la posibilidad de usar el baño a todos los peregrinos.
Es tarde y hace frío. En la tienda de The Globe -como se llama el teatro- compro un abrigo con capucha (hoodie) que dice “Hood make not monks” (el hábito no hace al monje), de la obra Enrique VIIII y me pongo a conversar en la fila con un moreno de traje elegante.
Se presenta como Tayo y me dice que, para él, es necesario dividir entre la reina, la monarquía y el imperio británico.
En su opinión, si bien la Corona británica estuvo originalmente involucrada en la extensión del imperio por todos los continentes, incluyendo su país, para la llegada de Isabel II la monarquía ya había perdido esa capacidad de influir en la política exterior británica y era, en cambio, una fuente de estabilidad dentro y fuera del Reino Unido.
“Más allá de todas las locuras y los sinsentidos de los políticos, ingleses o no, ella fue un pilar de calma y un llamado a la razón en el mundo; no por nada ella respetaba a Nelson Mandela, un respeto que (Margaret) Thatcher -por ejemplo- no le tenía”.
Pero no hace falta que la Corona o el Imperio Británico hayan sido parte de la historia de un país o de un continente para que la gente se sienta atraída por la figura de Isabel II.
Laura García, periodista de BBC Mundo, entrevistó en Green Park a Maricela Nuñez, una mexicana cuya abuela “era la fanática número uno” de la monarca.
“Unos días antes de que falleciera me hizo que le prometiera que yo iba a regresar a Londres y conocer a la reina, porque ella no pudo. Si mi abuela estuviera viva se aventaría la fila de 12 horas, así que estoy aquí por ella”.
Como la abuela de Maricela, no todo el mundo ha tenido la chance de despedirse de la reina.
En Green Park, alguien ha dejado una tarjeta con el siguiente texto: “Dejo estas flores aquí en representación de mi amiga Maureen, quien lo habría hecho personalmente si el amor no se la hubiera llevado a Florida”.
Mitos y rituales
Cuando la fila pasa por el Big Ben, ya solo queda cruzar el puente de Lambeth para llegar al Hall de Westminster, donde aguarda el ataúd. Pero ya es de noche, y la visibilidad está reducida. Una mujer colapsa al tropezar con un escalón.
Otras tres personas, que han caminado 12 horas, tienen que dejar la cola porque ya es tarde y pierden el tren que las devolverá a su lugar de origen.
El Big Ben está ahí, casi se puede tocar, pero las barreras de metal que parten la fila en decenas de franjas hacen que transcurran unas dos horas más antes de llegar al objetivo.
Tras pasar el control policial se entra al Parlamento por la puerta de (Oliver) Cromwell, el hombre que encabezó la única década en que este país fue una República y que mandó al cadalso al primer Carlos.
En el hall, se respira un ambiente cercano a lo sagrado, sea uno monárquico o republicano; británico, migrante o turista.
El techo de madera sobre las paredes de acantilado. El silencio. La guardia real con las cabezas inclinadas. Los pocos minutos que la gente tiene frente al féretro después de haber caminado tantas horas. El cetro. La corona. El ruido hueco de los pasos sobre la piedra.
Mi impresión es como la de entrar por un instante a un libro de historia. Es introducirse en la viñeta de una enciclopedia sepia de tus abuelos. Como si de niño hubiese podido meter la cabeza dentro de las páginas de “El príncipe valiente” o “Los caballeros de la mesa redonda”. Es sobrecogedor y absurdo al mismo tiempo.
“Esto es, simplemente, ser parte de un momento histórico”, dice Carolyn ante mi perplejidad. Luego me cuenta que escribirá todo lo que sintió este día para que su nieta de 6 años, cuando vea las imágenes de esta fila en algunas décadas, entienda lo que pasó este septiembre en Reino Unido.
Cuando miro el reloj, me asombro de ver que toda la travesía ha durado 14 horas, tal como vaticinaba el sitio de YouTube cuando arrancamos en Southwark.
Cualquiera que haya esperado un bus o un metro en Londres sabe que la famosa “puntualidad inglesa” es más un mito que una realidad.
Pero esta gente, así como de honrar muertes y respetar filas, también sabe de mitologías.